Editorial:

Tras el decorado

LOS FAVORABLES resultados obtenidos por la economía española en los últimos meses han provocado una oleada de autosatisfacción gubernamental que amenaza con agotar la paciencia de los ciudadanos, que a menudo comprueban cómo en medio del esplendor oficial sus asuntos no acaban de resolverse.Que la economía va bien es un hecho cierto y verificable; compartimos, mejorándola, la bonanza económica por la que atraviesan los -principales países del mundo industrializado. Pero este juicio favorable que merece la evolución económica a corto plazo no puede extenderse a la generalidad de los problemas q...

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LOS FAVORABLES resultados obtenidos por la economía española en los últimos meses han provocado una oleada de autosatisfacción gubernamental que amenaza con agotar la paciencia de los ciudadanos, que a menudo comprueban cómo en medio del esplendor oficial sus asuntos no acaban de resolverse.Que la economía va bien es un hecho cierto y verificable; compartimos, mejorándola, la bonanza económica por la que atraviesan los -principales países del mundo industrializado. Pero este juicio favorable que merece la evolución económica a corto plazo no puede extenderse a la generalidad de los problemas que afectan al país ni a la gestión a largo plazo. Por no poner más que tres ejemplos de asuntos fundamentales para el futuro, basta considerar lo que sucede en el terreno de la educación, de la investigación científica o de la redistribución de las rentas.

Un país que apuesta por el futuro es necesariamente un país que dedica un esfuerzo sustancial a la mejora del nivel educativo de sus ciudadanos. Las huelgas de maestros han venido a poner sobre el tapete algo que de todas formas ya sabíamos, y es que el sistema educativo no funciona. La mejor prueba de la desconfianza que tienen los dirigentes en el sistema público es su escasa disposición a enviar a sus hijos a los institutos estatales. Los planes de estudios son anticuados y no recogen los avances obtenidos en las ciencias de la educación, el profesorado está desmoralizado, y los estudiantes que terminan el bachillerato no están en condiciones de enfrentarse con los problemas de una sociedad cada día más compleja. Lo mismo sucede con la formación profesional, eterno pariente pobre del sistema educativo. Elevar el nivel de ésta y adaptarla a las necesidades reales de las empresas es algo que está íntegramente por hacer.

Algo similar sucede con la Universidad y la investigación. Los recursos dedicados a estos fines son ridículos cuando se comparan con la situación en los países más avanzados. La ausencia de oferta de estudios de posgrado está provocando la aparición de toda suerte de institutos que suplen mal que bien las inmensas carencias del Estado. En cuanto a la investigación, los malabarismos de cifras a los que periódicamente se libran sus responsables no pueden ocultar la indigencia de la mayoría de los laboratorios españoles y las dificultades con las que cada día deben enfrentarse quienes han elegido dedicar sus vidas al progreso de la ciencia.

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Por su parte, y por lo que se refiere a la redistribución de las rentas, el Gobierno ha asistido impasible a un fenómeno que amenaza con aniquilar los resultados obtenidos a lo largo de años de esfuerzo: la oleada especulativa que está teniendo lugar en las ciudades ha puesto en marcha un proceso cuyas consecuencias serán profundas y duraderas. Los precios de las viviendas se han multiplicado por dos o por tres en las grandes ciudades en el corto espacio de unos pocos años. Medido en términos de poder adquisitivo, el precio de una vivienda media en cualquiera de las grandes ciudades españolas representa hoy fácilmente 10 años de salario bruto de un licenciado; es decir, por lo menos el doble de lo que representaba hace tan sólo cuatro años.

Cualquiera que haga unos números podrá comprobar que la suma que se está transfiriendo a los especuladores representa una fracción sustancial de la renta nacional: el recaudador de impuestos ha encontrado un compañero silencioso y voraz con la pasiva complicidad de las autoridades, que han contemplado y contemplan este fenómeno como si se tratara de algo que sucede en otro planeta. La falta de actuación en este'campo equivale a renunciar al establecimiento de un sistema coherente de redistribución de las rentas, puesto que lo que se redistribuye con el impuesto se vuelve a concentrar inmediatamente en unas pocas manos: las proclamas sobre el igualitarismo se han estréllado contra el sórdido muro de la avaricia y de la especulación.

Cuando se toman en consideración estos hechos, el balance económico resulta menos brillante de lo que parece a primera vista. Es cierto que la economía prospera y que la administración del corto plazo se realiza con eficacia y rigor. Pero cuando se consideran los problemas de fondo de la nación, la imagen cambia. Y constituye una cruel ironía que sean precisamente los jóvenes quienes padecen en primer lugar los rigores de esta otra cara del balance.

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