Tribuna:

La resurrección de la carne

La pintora gallega. María Antonia Dans falleció el pasado martes en Madrid a los 61 años de edad, víctima de cáncer. Carmen Martín Gaite evoca en este artículo la personalidad rotunda de la pintora, perteneciente a la escuela de Madrid, y los mejores momentos que compartió con ella. "Tanto su arte como su vida están impregnados de la determinación bravía", señala Carmen Martín Gaite.

María Antonia Dans, aparte de una excelente pintora, ha sido una de las mujeres más guapas, más graciosas, más independientes y más de rompe y rasga que han pisado Madrid. Nacida en Oza de los Ríos, un pueb...

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La pintora gallega. María Antonia Dans falleció el pasado martes en Madrid a los 61 años de edad, víctima de cáncer. Carmen Martín Gaite evoca en este artículo la personalidad rotunda de la pintora, perteneciente a la escuela de Madrid, y los mejores momentos que compartió con ella. "Tanto su arte como su vida están impregnados de la determinación bravía", señala Carmen Martín Gaite.

María Antonia Dans, aparte de una excelente pintora, ha sido una de las mujeres más guapas, más graciosas, más independientes y más de rompe y rasga que han pisado Madrid. Nacida en Oza de los Ríos, un pueblecito de La Coruña, aprendió a pintar en esta ciudad y atesoró para siempre en la trastienda de su mirada sabia, sonriente y meiga los paisajes de la zona montuosa de Curtis que ha inmortalizado en muchos de sus cuadros. Difícil mente podrá uno volver a conocer a una mujer tan gallega como María Antonia. Tanto su arte como su vida están impregnados de la determinación bravía, irónica y cautelosa de las aldeanas de su raza, acostumbradas desde tiempo inmemorial a ejercer el matriarcado. Pero, aunque nunca ha renegado de sus orígenes, desde la primera adolescencia, como todas las provincianas inquietas de finales de los cuarenta, sus sueños ponían la proa hacia otros espacios más amplios, donde la aventura de salir a la calle y alternar con gente desconocida no fuera motivo de! censura para las gentes bien pensantes que controlaban entre visillos los pasos de las jovencitas con ganas de montarse arriesgadamente en el tren de la vida. La misma María Antonia, a quien siempre tentaron las letras, recuerda así por escrito aquellos anhelos juveniles alimentados de literatura: "Se acercaban ya los años cincuenta, soñaba con tener un amante duro y varonil que me llevase al mundo apasionado de las novelas de Lajos Zilahy y lejos de la ciudad riente que me que daba pequeña. Conocí a un diplomático yanqui, muy joven y guapo, que me enseñó a conocer la literatura y el amor. Tanto me enamoré que me puse a leer, por deseo suyo, El paraíso perdido, de Milton, un verdadero ladrillo que arrumbé el mismo día que el teja no volvió a América. Le esperé dos años, leyendo, pintando y soñando, hasta que en 1952 me casé con un periodista tan alto y leído como él, pero menos guapo y español, aparte de gallego". Con este gallego de gran corazón y encendido verbo, Celso Collazo, se vino a vivir a Madrid. Por ese tiempo la conocí yo, recién casada también, y admiré inmediatamente desde mi condición de provinciana más modosa, su intrepidez, su chispa y su desgarro. Nos veíamos generalmente en el madrileño café Gijón, donde María Antonia presidía y ha seguido presidiendo durante muchos años como reina absoluta, como musa definitiva, las tertulias de artistas y escritores a los que fascinaba con su sola presencia, con su voz melodiosa y su respuesta pronta.Nunca presumió de feminista, no le hacían falta banderas. Para ella hacer lo que le daba la gana, brincar limpiamente por encima de las normas convencionales, era la cosa más natural del mundo, algo que le salía del alma y del cuerpo. Por aquellos años, en Madrid no había otra mujer como ella. Era una diosa, un símbolo de libertad. Y lo sorprendente es cómo era capaz de compaginar ese entusiasmo sin cortapisas por la vida, inherente a su naturaleza, con la exigencia creciente frente a su trabajo y la puntual entrega a sus deberes maternales. Ha trabajado siempre como una fiera, sin desmayos ni dengues, con la misma jubilosa determinación con que se ha divertido, con la misma generosidad que ha derrochado para acompañar a los amigos en momentos de tribulación, sabiendo diferenciar siempre lo accesorio de lo esencial. Valiente y esperanzada, inolvidable María Antonia.

La vida cada día

Hace tres años, en la plenitud de sus facultades creadoras, cuando ya habíamos asistido juntas a tantos entierros, escribió:

"El día nace cada mañana y algo trae de positivo, yo me alimento de esa alternativa de esperanza. Nunca hago proyectos a largo plazo porque lo efímero del tiempo no me deja ese margen de rigor. Hago la vida cada día y también hago cada cuadro día a día, aunque a veces siento que el tiempo se me escapa de las manos como si fuera agua, y que tengo que ser forzosamente vieja o morirme, como si de repente tuviera que elegir entre las dos opciones".

No ha muerto vieja, ni lo habría sido jamás, aunque hubiera llegado a cumplir 80 años. Pero su brujería innata la ha llevado a elegir la fecha propicia para soltar las riendas de la vida. Ha muerto al atravesar el umbral que separa los fulgores del carnaval de la fría y lluviosa madrugada del miércoles del ceniza.

Yo en ese momento estaba viendo una película protagonizada por Marlon Brando, el amante duro y varonil con que ella soñaba. Y de pronto, no se por qué, tuve ganas de descorchar una botella de champán y fui a buscarla a la nevera.

Ahora sé que brindaba por ti, María Antonia, por la resurrección de tu carne.

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