Crítica:CINE / REPOSICIÓN DE 'CASABLANCA'

Un lugar común

Casablanca es, en estadística de mesa camilla, la película más conocida de la historia del cine. Su celebridad es tanta que parece bordear los mismísimos límites de la leyenda. Y también los límites que el paso del tiempo concede a las modas y a la parte efímera de los gustos de quienes las obedecen. Con Casablanca sonrieron, lloraron y se emocionaron en 1942 los guerreros de la Il Guerra Mundial. Pero la riada sentimental que provocó esta hora y media de celuloide de género no se extinguió en ellos, sino que con ellos comenzó.Pues luego, en los lustros siguientes, cuando los guerre...

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Casablanca es, en estadística de mesa camilla, la película más conocida de la historia del cine. Su celebridad es tanta que parece bordear los mismísimos límites de la leyenda. Y también los límites que el paso del tiempo concede a las modas y a la parte efímera de los gustos de quienes las obedecen. Con Casablanca sonrieron, lloraron y se emocionaron en 1942 los guerreros de la Il Guerra Mundial. Pero la riada sentimental que provocó esta hora y media de celuloide de género no se extinguió en ellos, sino que con ellos comenzó.Pues luego, en los lustros siguientes, cuando los guerreros echaron tripa sobre el cómodo recuerdo de sus batallas ganadas, sus hijos -los entonces jóvenes airados, unos con aires de golfo irónico a lo Newman, otros de boxeador tenebroso a lo Brando, otros de macarrón de acera a lo Belmondo, otros de anciano niño a lo Dean, otros de cura iconoclasta a lo Clift- muchachos que en poco o en nada se sentían herederos de los gustos de sus padres, en cambio adoptaron como ellos, y más entusiasmados que ellos, su culto a los iconos de pajarita, lágrima de colirio para Ingrid, escayola y cartón piedra de una Casablanca, que así quedó a resguardo de la corrosión en el apogeo de las luchas generacionales, de paredes adentro.

Y otro tanto ocurrió en los saltos de la ficticias décadas de entonces a esta parte. Cada cinco o diez años, siempre a tiempo de deslumbrar a las camadas de ojos nuevos, Casablanca resurge del olvido, como si se tratara de una película inédita; y ya pueden inundarse las pantallas con las enrevesadas imágenes de maquinas trucadoras gobernadas por ordenadores o con colorines mejor definidos que los propios de las cosas; que los arcaicos blancos, negros y grises de la leyenda de Casablanca desbancan a artilugios y a emulsiones, y nos recuerdan que la primavera del cine sobreviene no del perfeccionamiento de sus florituras, sino del mantenimiento a palo seco de la falta de ellas en beneficio de su escueta y fértil médula.

Calvas y crestas

El resultado de estos relevos es que sesentones y veinteañeros de hoy tienen un recuerdo germinal común y que, gracias a él, comparten algo tan difícil de compartir como es un bello rincón de la propia identidad sentimental. Porque Casablanca, después de casi medio siglo de abrir millones de bocas y no precisamente en forma de bostezo, sigue siendo -en el buen sentido, que es el literal, de esta maligna expresión- un lugar común. Ahora mismo, este lugar común ha vuelto una vez más a los cines, y no será difícil comprobar en ellos un insólito, embobado frente a la vieja pantalla mágica, compadreo de calvas y de crestas.Casablanca es un milagro, cuya parte milagrosa está en su terca persistencia. No hay adelantado a los tiempos que destruya su leyenda, lo mismo da con labia que con ira. Casablanca es más que una película, es un sueño compartido por millones y millones de pobladores nomadas de un siglo que se nos va de debajo de los pies. Y lo curioso es que el frágil monolito nació con lógica de chapuza, a base de audacias, improvisaciones, remiendos, sacándose los guionistas de la bocamanga de sus resacas los diálogos que habrían de decir horas después unos actores que nunca acabaron de enterarse de qué trataba aquel galimatías que el cerrado húngaro Michael Curtiz -o Mihaly Kertesz- intentaba hacer entender, en dialecto tarzaniano, a electricistas con la toba escéptica entre los labios y a histriones bebedores curtidos en el tedio de los platós: "Yo decir que la plano este ser mierda plano. Tu, bastardo fotero, repetir. Y tu callar, Bogart; tu no tener idea actuar; tu, aficionado", dicen que dijo.

Desde entonces, quien más y quien menos se ha tomado una copa acodado en la barra del Rick's; o ha exclamado ante algún piano de raza negra un "Tócala, Sam", con resonancias de cueva inconfesable; o ha cantado con fervor apátrida una MarseIlesa con acento californiano; o ha socorrido en un tugurio a una viuda desvalida, haciéndose el duro; o ha intentado dar pasaporte a una novia sobona y celosa, en estos socráticos términos:

IVONNE.- (A Bogart, con ira contenida y ojos de saberlo todo) ¿Donde estuviste anoche, Rick?

BOGART.- (Con metal de resaca nasal) Hace mucho tiempo de eso. No me acuerdo.

IVONNE.- (Entregada) ¿Te veré esta noche?

BOGART.- (Con tono de quien tiene otra chica) Nunca hago planes con tanta antelación.

O, finalmente, ha puesto en práctica esta infalible manera de callar la boca a un nazi:

MAYOR STRASSER.- (Con cara de saberlo todo) ¿Cuál es su nacionalidad, Rick?

BOGART.- Borracho.

¿Hay palabras que le reconcilien más a uno consigo mismo? ¿Hay mejor manera de cortar el hilo de sebo con que las lloronas maniatan a los héroes de ojos secos? Vivir el puro presente; descubrir al alcohol como patria: lugares comunes, granos de oro del idioma sin fronteras del cine.

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