Tribuna:

El gesto de los oficiantes

Si el espectáculo de una corrida de toros, a despecho de las polémicas encarnizadas que ha desatado y sigue desatando, se mantiene en vigor aureolado por un carisma que ni los aficio nados a la fiesta ni sus detracto res son capaces de definir, yo creo que se debe, fundamentalmente, a que sus raíces ancestrales de sacrificio sangriento reviven y se reflejan cada tarde en el gesto mismo de los ofician tes cuando se asoman a la arena para hacer el paseíllo. De poco pueden servirle al torero en ese momento inicial sus propósitos de templanza ni sus afanes de triunfo, plasmados en declara ciones a...

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Si el espectáculo de una corrida de toros, a despecho de las polémicas encarnizadas que ha desatado y sigue desatando, se mantiene en vigor aureolado por un carisma que ni los aficio nados a la fiesta ni sus detracto res son capaces de definir, yo creo que se debe, fundamentalmente, a que sus raíces ancestrales de sacrificio sangriento reviven y se reflejan cada tarde en el gesto mismo de los ofician tes cuando se asoman a la arena para hacer el paseíllo. De poco pueden servirle al torero en ese momento inicial sus propósitos de templanza ni sus afanes de triunfo, plasmados en declara ciones a los reporteros, en pro mesas a la novia o en ofrendas a la Virgen Macarena, y a duras penas respaldadas por la seguridad de quien se siente veterano en su oficio. Precaria seguridad y vano autoengaño. No es el de la torería un oficio en el que nadie pueda sentirse veterano por el hecho de haberlo desempeñado airosamente en ocasiones anteriores a la de esa tarde concreta.Su aprendizaje, aun cuando se atenga a unas reglas que han de ser respetadas con precisión y destreza, solamente se convalida y garantiza metiéndose nuevamente a ejercitarlo. Cada vez es la primera vez, precisamente porque en los repliegues de todas las conciencias late agazapada la sospecha de que puede ser la última. El torero va a poner en juego el propio cuerpo, su cuerpo de esa tarde, con el aleteo de su alma añadida, de su estado de ánimo, de su humor. Pero, además, dentro de unos instantes, va a verle el bulto negro al otro cuerpo con el que no puede dejar de contar, más imprevisible y difícil de controlar aún que el suyo; va a enfrentarse con un enemigo al que desconoce y al que. tiene que aplicarse a conocer si quiere convalidar ante los entendidos su título de torero.

El atropello y la desatención alos datos que ese desconocido contrincante le invite a consideras no sólo pondrá en peligro su vida, sino que convertirá en escoria su actuación. Ningún mediano entendido en toros puede estar conforme con la oreja concedida a un diestro que haya llevado a cabo correcta y cerrilrriente la faena que traía pensada desde la-habitación del hotel, sin fijarse en las rectificaciones sugeridas por ese toro -bueno o malo- que se le va a plantar delante de los ojos. Y, en cambio, se aplaudirá con entusiasmo al torero que, menos pendiente de la consecución del trofeo que de los sesgos que la lidia misma le vaya aconsejando, se atenga al trato con ese bicho concreto que le ha tocado en suerte, se pliegue a él y se aplique a no perderle la cara. Todo consiste en cómo se entienda con esa fiera, a la que no tiene más remedio que matar, pero que también puede matarle a él.

El buen espectador de toros es el que se da cuenta de lo delicado de estas relaciones y no pretende interferir en ellas, acaparando con sus aullidos el protagonismo de la fiesta, el que no se olvida de que lo que se está ventilando allí abajo ya tiene otros protagonistas, a los que no hay derecho a distraer. Y tampoco olvida que uno de ellos, por muy de oro que se vista, no es el dios impasible y victorioso por antonomasia al que puede exigirse inalterable valor ante cualquier coyuntura, sino un hombre mortal y desvalido, artífice de su miedo, en perpetua brega con él, a merced de las ráfagas de aire que tengan a bien llevarse el entusiasmo o volverlo a traer. Esos quiebros imprevisibles del humor del torero, transfigurado en pocos segundos de criatura inmortal en vil guiñapo, son los que constituyen la esencia de la. fiesta, la emoción que se le agolpa en la garganta y le acelera el pulso al aficionado de ley.

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