Una inquietante quietud

No recuerdo quién, en años de triunfo, dijo acerca de Cary Grant, mientras observaba su gélido comportamiento delante de una cámara: "El secreto de su eficacia es diabólico: consiste en no hacer absolutamente nada".En efecto, Grant no parecía actuar cuando actuaba. Se limitaba a irradiar desde su inmovilidad un dominio magnético de la imagen, de la que expulsaba a sus oponentes sin esfuerzo aparente. Se adueñaba de la pantalla, pero en ella parecía pisar con sigilo, cómo si aquello no fuera con él, imponiendo a la lente la distancia irónica de los convidados de piedra.

Como Henry Fonda,...

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No recuerdo quién, en años de triunfo, dijo acerca de Cary Grant, mientras observaba su gélido comportamiento delante de una cámara: "El secreto de su eficacia es diabólico: consiste en no hacer absolutamente nada".En efecto, Grant no parecía actuar cuando actuaba. Se limitaba a irradiar desde su inmovilidad un dominio magnético de la imagen, de la que expulsaba a sus oponentes sin esfuerzo aparente. Se adueñaba de la pantalla, pero en ella parecía pisar con sigilo, cómo si aquello no fuera con él, imponiendo a la lente la distancia irónica de los convidados de piedra.

Como Henry Fonda, Robert Mitchum o Spencer Tracy, Cary Grant expulsaba hacia fuera una paradójica dinamicidad, pues ésta se producía desde su posesión de la quietud. Pero, al contrario que sus colosales colegas, era la suya una quietud inquietante, como esas aguas mansas que esconden una tumultuosa corriente oculta. En su pasividad ante la cámara, Cary Grant acumulaba una intensa actividad agazapada, de indescifrable procedencia.

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Su mirada ladeada y fija a la lente, casi aprendida del gesto de un felino en tensión, era tan pegadiza que provocaba en su rostro, sin padecerla, sensación de bizquera. Esto obligaba al espectador a devolverle la mirada hacia un lugar situado entre sus cejas, lo que producía la impresión de que Grant miraba desde detrás de sus ojos y, con ella, la idea de que su aspecto amistoso y franco era portador de algo escondido, imprevisible.

Esta cualidad fue lo que motivó la predilección que por él tuvieron tres cineastas que necesitaban actores dotados para expresar la duplicidad de los comportamientos: Alfred Hitchcock, con quien Grant hizo Sospecha, Encadenados, Atrapa al ladrón y Con la muerte en los talones; George Cukor, con quien interpretó Holiday, Silvia Scarlett e Historias de Filadelfia, y Howard Hawks, autor de Luna nueva, La novia era él y Sólo los ángeles tienen alas. Nueve filmes que componen el ramillete de las obras cumbres de este genial comediante.

El desajuste entre su quietud y el ajetreo que esta, quietud engendraba a su alrededor -Con la muerte en los talones- hacía de Grant un actor superdotado para la comedia. Era perfecto al interpretar despistados que tropiezan con la realidad, o tipos esquinados que escurren esa realidad para que otros tropiecen con ella. Grant, por ello, era víctima natural de mujeres liantes, como Katherine Hepburn en La fiera de mi niña o Marilyn Monroe en Me siento rejuvenecer, pero a su vez era un redomado enredador -con cara de no haber roto un plato- de telas de araña en las que caían sus perseguidoras, como Rosalind Russell en Luna nueva.

De su dominio de la clave de la comedia hay que deducir su tremenda singularidad -intuida por Hitchcock en Encadenados y Sospecha- para personajes de alto dramatismo. Era el mismo Grant -y ése sigue siendo su misterio- el que con las mismas armas relajaba o crispaba, creaba paz o dejaba entrar en la pantalla algo inquietante, mórbido y lejano.

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