Un viajero sin maletas

Eduardo Mendoza es y parece un escritor despojado. Su casa en la parte alta de Barcelona es amplia, silenciosa y con luz, y ése es su único lujo. Sus paredes permanecen blancas, no se ven objetos, y el dormitorio, tras una cristalera, se compone de una única cama baja. Pocos libros, todos de consulta, en una estantería sin adornos. Las tres o cuatro elecciones visibles -el cubrecama, la única mesa, el tapizado del sofá, la alfombra- revelan un gusto no sólo bueno, sino propio.

Él se viste con estilo de profesor londinense -corbata de lana, jersey, magníficos zapatos de ante-, y de h...

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Eduardo Mendoza es y parece un escritor despojado. Su casa en la parte alta de Barcelona es amplia, silenciosa y con luz, y ése es su único lujo. Sus paredes permanecen blancas, no se ven objetos, y el dormitorio, tras una cristalera, se compone de una única cama baja. Pocos libros, todos de consulta, en una estantería sin adornos. Las tres o cuatro elecciones visibles -el cubrecama, la única mesa, el tapizado del sofá, la alfombra- revelan un gusto no sólo bueno, sino propio.

Él se viste con estilo de profesor londinense -corbata de lana, jersey, magníficos zapatos de ante-, y de hecho lo parece: tiene en su modo de estar como una tolerancia, una absoluta incapacidad para el grito, que no se corresponde con el tópico de lo hispano. Y es que, con independencia de su propio temperamento, Mendoza ya ha vivido tanto tiempo afuera que difícilmente podrá volver a ser de un sitio. Ni siquiera ahora, casi cuatro años después de regresar a Barcelona, su ciudad, tras una década en Nueva York, y después de publicar La ciudad de los prodigios, que algunos consideran algo así como la-novela-de-Barcelona. Él dice que no lo es.

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Sin libros

Es absolutamente cierta la leyenda según la cual Mendoza carece a menudo de casa y vive durante meses donde le pille la noche. Este nomadismo tuvo su origen en Nueva York cuando, después de dejar un piso, no pudo alquilar el que proyectaba. Algo circunstancial, cierto, pero como él dice, "uno también se busca sus circunstancias". Así comenzó a errar durante cierto tiempo, confirmando, si falta le hacía, la inutilidad de acumular objetos, incluso libros: no necesitó de ninguno de los que había guardado en un almacén, durante los dos años en que recorrió con una maleta las casas de sus amigos, y de todas formas, cuando recuperó sus pertenencias descubrió que sus libros estaban semi devorados por el moho y hubo que tirarlos. Ahora compra un libro, lo lee y lo deja en algún hotel, con la vaga esperanza de que al siguiente viajero le guste. Hasta el momento, él sólo ha encontrado biblias, que suele leer.Esa sobriedad extrema -que no parece tener ni raíz ni vocación moral- es como el otro lado de la moneda de Mendoza, que es su condición de viajero. Porque Mendoza viaja más que un tenista, y por largas temporadas. Sus trabajos de traductor simultáneo del inglés, el francés y el español, le llevan a vivir temporadas en las grandes ciudades de reuniones internacionales. Ginebra, Viena y Nueva York a menudo, también Estambul. Su gran ventaja es no sólo que se siente en ellas como en su casa, sino que puede escribir en cualquier sitio.

No sin manías. Puede escribir en la mesa de una habitación de hotel, pero ha de ser con la misma pluma que perteneció a su padre.

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