Crítica:CINE

Mentir con la cámara

Uno de los muchos personajes de Principiantes -no es fácil recordar cuál de ellos, y esto dice algo del barullo que campea en el interior del relato, donde estímulos de todo tipo se agolpan con tumultuoso y marrullero desorden hasta que sobrepasan la retentiva del espectador- grita un eufórico neologísino que expresa las ambiciones de la película: "¡Fantabulosa!". Pues bien, se le podría replicar a bote pronto desde la butaca con otra palabreja más híbrida: "Decepfrustrosa". Esta pretendida "fantástica fábula" se resume en "decepción y frustración ante una mentira".Mentir ...

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Uno de los muchos personajes de Principiantes -no es fácil recordar cuál de ellos, y esto dice algo del barullo que campea en el interior del relato, donde estímulos de todo tipo se agolpan con tumultuoso y marrullero desorden hasta que sobrepasan la retentiva del espectador- grita un eufórico neologísino que expresa las ambiciones de la película: "¡Fantabulosa!". Pues bien, se le podría replicar a bote pronto desde la butaca con otra palabreja más híbrida: "Decepfrustrosa". Esta pretendida "fantástica fábula" se resume en "decepción y frustración ante una mentira".Mentir con la cámara: ésa es una de las esquinas negras del cine. Distorsionar y adulterar el misterioso -al mismo tiempo solitario y compartido- diálogo entre el espectador y, la pantalla bien mediante acumulaciones de estímulos que impidan al espectador mantener intacta su capacidad de respuesta ante la imagen, o bien a través de forzamientos ópticos que interpongan barreras invisibles entre la mirada y la verdadera naturaleza de lo mirado por ella. Eso es mentir con la cámara, y de ello, a tenor de su ejercicio en Principiantes, sabe lo suyo Julien Temple.

Principiantes (Absolute beginners)

Dirección: Julien Temple. Guión: Richard Burridge, Christopher Wicking y Don Macpherson, basado en la novela de Colin Mac Inness. Fotografia: Olivier Stapletori. Músicia: Gil Evans. Coreografia: David Toguri. Reino Unido, 1986. Intérpretes: Eddie O'Cormell, Patsy Kensit, David Bowie, James Fox, Sade Adu, Ray Davies, Eve Ferret, Anita Morris, Lionel Blair, Steven Berkoff. Estreno en Madrid: cines Bilbao, Palacio de la Prensa, Princesa y Velázquez

El filme quiere representar y, de pasada, contar -su bautismal título es indicio de esta pretensión- un comienzo, el eje de una mutación, la gestación de una nueva época a través de sus innumerables signos, tipos y comportamientos definitorios, acumulados en una caliente historia de verano en un Londres arrabalero de 1958, a caballo entre las Juergas canallas del Soho y los violentos disturbios provocados por teddy boys racistas en la barriada negra de Notting Hill. Pero la debilidad del tingladillo que soporta esta ambición es tal que hace agua por todos los lados y sólo desde miradas cómplices aquello representa o cuenta algo: lo enuncia todo sin representar o contar nada.

La película quiere comenzar por todo lo alto, con un númerode fuerza. Y ahí comienza el rosario de sus errores. La larga secuencia inicial está visualizada a través de una lente gran angular, destinada a engrandecer con una mentira visual la verdadera dimensión de los decorados y la verdadera movilidad de los movimientos a costa de llevarse por delante lo que sea, incluido ese axioma ético de rodaje que tan bien enunció el fotógrafo Néstor Almendros cuando, ante un cámara de la televisión que se disponía a hacerle una entrevista en óptica gran angular, pidió: "Por favor, no me filmes con esa lente. Va contra mi moral".

Retazos

Con un semiojo-de-pez en la mirada de la cámara, todo lo queésta ve, aunque sea pequeño, parece grande; aunque sea opaco, parece transparente; aunque sea torpe, parece ágil. Eso es mentir con este instrumento sediento de verdad. Hace falta ser Orson WeIles y tener delante el espacio de noble oratoria visual de su Sed de mal para no mentir con la profundidad horizontal de las grandes angulaciones; o ser Steven Spielberg y tener delante la presión vertical de una autopista negra sobre un desierto blanco en su Duel para no mentir con la mentira del aplastamiento de un teleobjetivo. Pero Temple no es Welles o Spielberg, ni nada que se les acerque, y hace arrancar a su Absolute Begginers de una secuencia-estafa. El resto del filme

incluso sus retazos buenos, se resiente de este engaño inicial.

Estos buenos retazos -el número musical de la casa de modas, el del bar o el de los negros en el club, entre otros- se pierden en el saco, donde todo cabe de la esponja del vídeo-clip, que Temple pretende combinar sin ningún acierto con las

tradiciones del musical clásico, de tal manera que embarulla una acción que escapa penosamente de un guión mal construído y que salta sin continuidad de escena a escena, en un discurso invertebrado, en medio de una proliferación de guiños referenciales, de adjetivos sobrepuestos sobre un vacío de sustantividad.

Y esta historia caliente estimula la frialdad: uno no se alegra

con la alegría de los buenos, ni se duele de su dolor; como no se

ofende por la maldad de los malos, ni se siente reconfortado por

su derrota. El remolino de espacios, colores, guiños y músicas de Principiantes no engendra emociones y su derroche de locuacidad primero tartamudea y finalmente enmudece.

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