Crítica:

Deslumbrante metáfora

Eric Rohmer es uno de los hombres más singulares del cine francés. Su rectilínea carrera sigue los rieles de una coherencia tan tozuda y extremada que le ha permitido lejos de hacer sus; filmes como ocurrencias cazadas; a salto de mata, como les ocurre a sus colegas- programar con decenios de antelación su obra futura.Traspasada en 1960, con El signo del león la frontera de la profesionalidad, inició en 1962, con La boulangere de Monceau, un bloque de filmes agrupados bajo el epígrafe envolvente de Seis cuentos morales, que finalizó 11 años después, en 1973, con ...

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Eric Rohmer es uno de los hombres más singulares del cine francés. Su rectilínea carrera sigue los rieles de una coherencia tan tozuda y extremada que le ha permitido lejos de hacer sus; filmes como ocurrencias cazadas; a salto de mata, como les ocurre a sus colegas- programar con decenios de antelación su obra futura.Traspasada en 1960, con El signo del león la frontera de la profesionalidad, inició en 1962, con La boulangere de Monceau, un bloque de filmes agrupados bajo el epígrafe envolvente de Seis cuentos morales, que finalizó 11 años después, en 1973, con L'amour l'après-midi. En medio quedaron La carriére de Suzanne, La collectionneuse, Le genou de Claire y su magistral Ma nuit chez Maud.

El rayo verde

Director y guionista: Eric Rohmer. Fotografía: Sophie Maintigneux y Philippe Demard. Música: Jean-Louis Valero. Producción: Margaret Menegoz para Les Films Losange. Francesa, 1986. Intérpretes: Marie Rivière, Amira Chemakhi, Vincent Gauthier.Estreno en cine Alphaville. Madrid.

Finalizado el peregrinaje a través de sus cuentos morales, y después de dos filmes-isla -La marquesa de O y Percevall le gallois- concebidos fuera de su cartesiana planificación de lo implanificable, Rohmer volvió a iniciar en 1980 un nueva colección de obras -entre ellas Pauline en la playa y Noches de plenilunio- bajo el genérico de Comedias y proverbios.

Entre estos nuevos filmes interrelacionados en sentido estilístico, de los que ya están realizados siete, el quinto lugar corresponde a El rayo verde, cuyo rodaje finalizó Eric Rohmer en 1985, pero cuyo remate visual -el plano de un atardecer en el que la cámara captura el misterioso instante en que el sol poniente arroja un destello verde- tuvo que esperar un año de búsqueda por el fotógrafo Demard en enclaves atlánticos de una manifestación de ese raro fenómeno óptico.

Una dilación fructífera que ha finalizado hace tres días con el León de Oro del festival de Venecia.

La forma de una mutación

No es siempre fácil ver un filme de Eric Rohmer. Hay quien experimenta ante la a veces disuasoria y abrupta obra de este joven cineasta casi setentón una especie de rechazo instintivo. Sus filmes, para quienes no logran entrar en ellos, resultan, planos, aburridos e incluso a veces tediosos.Es esto consecuencia de la falta de adiestramiento de nuestra sensibilidad a las peculiaridades de la mirada, ascética, desdramatizada y llena de resonancias subterráneas, de este cineasta. El rayo verde no se escapa de este cerco y habrá espectadores convocados por ella que la rechacen si no tienen suficiente paciencia y se dejan expulsar prematuramente del lento ascenso del filme hacia su hermosa cumbre íntima, que es uno de los más luminosos happy end del cine reciente. El rayo verde discurre -a la manera inimitable de Rohmer, proponiendo una historia sin narrarla- sobre el itinerario físico de una muchacha melancólica, herida por la trivialidad y por la soledad, que en un instante mágico de su camino descubre que éste coincide con un secreto itinerario moral, con una mutación y un desvelamiento íntimos que de pronto elevan y dan sentido a su vida.

El filme expone, como si no existiesen para él códigos de dramaturgia ni leyes de puesta en escena -pues está casi improvisado, interpretado, por actores naturales, rodado sobre el camino en 16 milímetros e hinchado a formato de 35-, los jalones de esa mutación representada por Rohmer en forma de un casi imperceptible ascenso, de un vuelo imaginativo de cristal, invisible. De ahí que la forma profunda del filme sea a su vez también la de una mutación, la de un tránsito del documento a la metáfora: un seco cine-prosa que poco a poco se convierte en un deslumbrante cine-poema.

Emociona y casi conmociona contemplar, en medio de una estancada esquina donde el cine de hoy pugna por sobrevivir con búsquedas inútiles e histéricas de originalidades archisabidas, la pasmosa y casi extemporánea fidelidad a sí mismo de este clásico viviente del cine europeo, Eric Rohmer, que sigue, después de tres decenios, haciendo la misma película y siempre detrás de las huellas de la perfección, a cuyas lindes una vez más se ha acercado con la compleja simplicidad de El rayo verde.

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