TEATRO / 40 FESTIVAL DE AVIÑÓN

Un espacio mágico en el que asoma el teatro

Todo empezó gracias a un encuentro fortuito entre Jean Vilar y el poeta René Char. El poeta quería realizar un filme de cuyo guión, Le soleil des aux, él era autor, y le había pedido a Vilar, al que admiraba por su reciente intervención en el filme de Camé Les portes de la nuit, que le asesorase en lo referente a la dirección de actores. El filme no se hizo, pero permitió a Vilar trabar amistad con el consejero y amigo de Char, el coleccionista y marchante de cuadros Christian Zervos, el cual preparaba -abril de 1947- una exposición de pintura moderna en la gran capilla del Palac...

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Todo empezó gracias a un encuentro fortuito entre Jean Vilar y el poeta René Char. El poeta quería realizar un filme de cuyo guión, Le soleil des aux, él era autor, y le había pedido a Vilar, al que admiraba por su reciente intervención en el filme de Camé Les portes de la nuit, que le asesorase en lo referente a la dirección de actores. El filme no se hizo, pero permitió a Vilar trabar amistad con el consejero y amigo de Char, el coleccionista y marchante de cuadros Christian Zervos, el cual preparaba -abril de 1947- una exposición de pintura moderna en la gran capilla del Palacio de los Papas de Aviñón, con medio centenar de telas de Picasso, Matisse, Léger, Braque, Klee... Zervos le propuso a Vilar ofrecer, con motivo de la exposición, una representación única, en el Palacio papal, de Asesinato en la catedral, la pieza de Eliot que Vilar había montado con gran éxito en París un par de años antes.Entre sorprendido y asustado, según confesión del propio Vilar, éste se negó en un principio, alegando que sus anteriores montajes los había realizado en teatros chicos y jamás al aire libre. Pero debió pensárselo más detenidamente pues, a los pocos días, le proponía a Zervos tres estrenos absolutos: Ricardo III, de Shakespeare Oamás representado en Francia); Histoire de Tobie et Sara, de Paul Claudel, y La Terrasse de Midi, de Maurice Clavel.

Esta vez fue Zervos quien se asustó. La aventura adquiría un cierto aire peligroso, financieramente hablando, y el marchante optó por desligarse de la misma, permitiendo así la aparición de un nuevo interlocutor, el doctor Pons, alcalde comunista de Aviñón, con el que Vilar se entendió en un santiamén. Y así nació la idea de la Semana de Aviñón. Una semana que surgía bajo el espíritu de la descentralización teatral, auténtica revolución administrativa iniciada un año antes, en el ayuntamiento de Colmar. Una semana en torno a una exposición de pintura moderna, y con tres estrenos absolutos, dos de ellos de autores franceses, el uno, Claudel, notoria patum (y no quisiera que el lector viese en este calificativo el más ligero asomo de burla, pues considero a Claudel, injustamente olvidado aquí, que no en Francia, como uno de los grandes creadores del teatro contemporáneo); y el otro, Clavel, un joven autor, prácticamente desconocido, lo que se llama un novel.

Fieles a una idea

He querido evocar la peripecia fundacional del actual Festival de Aviñón, que muchos desconocen, y el espíritu que la hizo posible, porque 39 años después de aquella Semana de Aviñón, y a pesar de los innumerables acontecimientos de orden político y administrativo que han rodeado al festival, éste se mantiene, en líneas generales, fiel a la idea que le vio nacer.Por una parte, la descentralización es un hecho. Gracias al impulso del festival, Aviñón cuenta con una serie de teatros y compañías permanentes, con actividad a lo largo de toda la temporada: la Compañía de Alain Timar (Théâtre des Halles), el Théâtre du Chêne Noir, de Gérard Gelas; el Théâtre des Carmes, de André Benedetto; Le Regard Absinthe, el Théâtre du Chien qui fume, el Théâtre du Balcon, de Serge Barbuscia; y el Théâtre de la Danse de C. et C. Galovine. Y gracias también al espíritu que hizo posible aquella primera semana, y al encuentro provindencial de Gérard Philippe y Jean Vilar en la Cour d'Honneur del Palacio papal, en el estío de 1951, interpretando ambos El príncipe de Homburgo, el festival ha ido poquito a poco adueñándose de la ciudad, ha cruzado el Ródano, se ha instalado en Villeneuve-lez-Aviñón, ocupando la Cartuja, el claustro de la Colegiata, el fuerte San Andrés, y, en definitiva, ha dado pie a la aparición de numerosos festivales, en la Provenza y en el resto de Francia, que contribuyen a esa descentralización teatral que, como hemos visto, no se reduce a un fenómeno temporal, veraniego, como es el caso de ciertos festivales que se producen en nuestro país.

Por otra parte, el Festival de Aviñón sigue fiel a su origen pictórico y este año presenta en el Palacio papal la primera parte de una exposición titulada Peinture / Théâtre. Bakst, Bérard, Braque, Calder, Delaunay, Dubuffet, Errist, Kandisnky, Larionov, Leger, Moholy-Nagy, Masson, Miró, Picasso y Schleminer son los grandes nombres de esa monumental exposición, realizada en colaboración con Die Schirn. / Frankfúrter Kuristhalle am Rómerberg (RFA), que el próximo año ofrecerá una segunda parte con obras de Aillaud, Kantor y Arroyo, entre otros. Esta exposición (que puede verse hasta el 31 de agosto) se complementa con otra sobre los pintores y el teatro en la Unión Soviética, de 1917 a 1930, que se ofrece en la Maison Jean Vilar.

Una 'patum' y un novel

Por último, los autores. Si en 1947, en la Semana de Aviñón, Jean Vilar estrenaba una patum y un novel, en 1986, Alain Crombecque, director del 40 Festival de Aviñón, rinde homenaje a otra patum, Nathalie Sarraute (el pasado año le tocó el turno al poeta Francis Ponge), y lanza a un novel: Valère Novarina.Confieso que los mejores momentos de este 40 Festival Avignon los he pasado en el maravilloso claustro de la colegiata de Villeneuve-lez-Avignon escuchando los textos de Nathalie Sarraute, interpretados, entre otros, por María Casares (Elle est là, Lusage de la parole, Tropismes) y Patrice Kerbrat (Pour un oui ou pour un non), actor éste último al que el público barcelonés recuerda por su interpretación del personaje de Sganarelle en Dom Juan (Flotats), de Moliére, a raiz de la última visita de la Comédie.

Conocía los textos de la Sarraute a través de anteriores montajes realizados por Claude Régy, un especialista, pero hasta la fecha no había descubierto todo el humor -finísimo- y toda la sabia maldad de los mismos, descubrimiento que sin duda se debe a la inteligencia del director, Michel Dumoulin, Veremos si aquí, en la próxima temporada -Flotats va a interpretar Pour un oui ou pour un non junto a Juanjo Puigcorbé, con direccción de Simone Benmussa- se repite el milagro. En catalán.

En cuanto al joven Valére Novarina (aunque su primer texto teatral, L Atelier Volant, se publicó en 1971), del que se han ofrecido tres piezas: Le drame de la vie, Pour Louis de Funès y Générique, constituye una agradable sorpresa. Sus monólogos, Pour Louis de Funès o la Lettre aux artistes (publicados ambos por Actes du Sud) están escritos en una lengua ágil y musculosa, en un francés de boa constrictor, de neta raiz artaudiana y con una punta de barroquismo y magia que hace pensar en el francés que escribe Severo Sarduy y sus amigos sudacas de la capital de Francia. Meditación sobre el teatro, sobre la condición animal del actor, esos monólogos son de los que crean espacios y volúmenes, fantasmas de carne y de sangre y merecen, pienso yo, una atención por parte de nuestros exquisitos editores de vanguardia. Vamos, de un Valicorba o una Beatriz de Moura.

Si en la pasada edición había un espectáculo-estrella indiscutible, el Mahabharata de Peter Brook, en la presente edición, la expectación de los festivaleros se centraba, por lo que al teatro se refiere, en cuatro espectáculos: la Tempestad, montaje del argentino Alfredo Arias (Ver El PAÍS del pasado viernes); La vida es sueño, primer montaje teatral en suelo francés del director chileno Raúl Ruiz; Venecia salvada, de Hugo Von Hoffmannsthal, en un montaje de André Engel y el Don Carlos de Schiller, puesto en escena por Michelle Marquais.

La tempestad no convenció. En mi opinión, La tempestad de Arias llegaba tarde, demasiado tarde después del boom tempestuoso de hace algunos años con los disparates de Lavelli / Espert y el talento de Giorgio Strehler. Llegaba tarde y, además, llegaba mal. Con un Pierre Dux, patum de la escena francesa, que estaba ahí, para que se llenara la Cour (era la primera vez que el actor pisaba el mítico escenario), pero que, con su talante de "bon papa consciencieux" (Michel Cournot en Le Monde) no podía ofrecernos ni una migaja de ese poeta fou, mágico, soñador y genial que es el Próspero de Shakespeare.

De la Venecia salvada de Engel, el que se salvó fui yo. Yo y muchos otros, espectadores que iban desfilando hacia la salida, azuzados por el calor que hacía en el gimnasio del Lycée Aubanal, por la pésima dicción de algunos actores, por la escasa visibilidad de una Venecia perdida entre la niebla. Me salvé de Venecia, pero no de Hoffmannsthal, cuyo precioso texto compré a la salida (95 francos, 15 más que la entrada) y pude comprobar que era eso, un texto precioso, espléndido, que mimaba, recreaba el texto de Thomas Otway Venice Preserv'd, or a plot discovered (1682) con una inteligencia y una sensibilidad artísticas parejas a aquéllas de que hace gala Pere Gimferrer al recrear la Venecia de Marià Fortuny i Madrazo.

Inolvidable momento

Don Carlos fue, como dicen los franceses, el coup de foudre. No por el tratamiento del texto -uno de los monumentos del teatro romántico-, en el que Michelle Marquais, la adaptadora y responsable del montaje, entró a la bayoneta, suprimiendo personajes (¡Como el de la princesa de Éboli!), sajando escenas, fabricando verdaderas tonterías con la simple ayuda de unas tijeras y un tubo de Scotch. Don Carlos, a pesar de todos los pesares, fue un privilegiado, un inolvidable momento teatral, gracias a Bernard Fresson (Felipe II), Marthe KeIler, sí, la gran Marthe Keller (la reina), Hubert Guignoux (el gran inquisidor) y Jean-Michel Dupuis (el revolucionario Posa). ¡Qué maravilla! Y es que Aviñón, como en 1947 o en 1951, sigue siendo ese espacio mágico -en el caso de Don Carlos, el claustro de los Carmelitas- en el que asoma irremisiblemente el teatro, es decir, el actor.Y para terminar, La vida es sueño, el único autor español de este Aviñón 86. (Entre paréntesis: ¿Qué se ha hecho de Lorca, estrella fija de la constelación teatral francesa en las décadas de los 40, 50 y 60? ¿Qué se ha hecho de Fédérrrico en el cincuenta aniversario de su asesinato?).

Mona de Pascua

Ruiz, el chileno, es un barroco. Vive, como tantos sudacas, del teatro con pasaporte francés, de los restos -un poquito de bilis, otro poquito de semen, cuatro florecillas y un mucho de alcohol- que dejara Víctor García en los escenarios de la oronda y a veces delgaducha grandeur. Ex seminarista, le confesó a mi viejo amigo y compañero Bilbatua, que lo entrevistaba para la TVE, que él iba caminito de Juan de Mena y el traductor de Calderón, Jean-Louis Schefer, caminito de Rafael Alberti. Total, que no se encontraron.Y el auto sacramental acabó en unos bartolillos de crema, como los que sirven en Casa Botín; una crema un tanto infame, batida (los huevos, claro está) con los tambores de Calanda, que el ex-seminarista se llevó a Aviñón para adormecer al público antes de mostrarle su sacramental mona de Pascua. Con todo, un respeto para Ruiz, cuya presencia vería yo con buenos ojos en Almagro. Para excitar a la parroquia, que buena falta le hace.

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