Crítica:CINE / 'LA PROMETIDA'

Frankenstein y una novia casquivana

La prometida es un muy peculiar remake de La novia de Frankenstein, un clásico del cine fantástico, dirigido por James Whale e interpretado por Boris Karloff y Elsa Lancaster en 1935, al que se han añadido elementos sacados de Frankenstein, también de Whale, pero de 1931, y otros que encuentran su origen en Freaks (1932), de Tod Browning.El guión, que se diría recortado por conveniencias de metraje, mezcla las tres historias con habilidad, y tanto nos propone una historia sobre el enfrentamiento entre los sueños de lo absoluto y la conveniencia de lo relativo co...

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La prometida es un muy peculiar remake de La novia de Frankenstein, un clásico del cine fantástico, dirigido por James Whale e interpretado por Boris Karloff y Elsa Lancaster en 1935, al que se han añadido elementos sacados de Frankenstein, también de Whale, pero de 1931, y otros que encuentran su origen en Freaks (1932), de Tod Browning.El guión, que se diría recortado por conveniencias de metraje, mezcla las tres historias con habilidad, y tanto nos propone una historia sobre el enfrentamiento entre los sueños de lo absoluto y la conveniencia de lo relativo como un relato en el que el monstruo es víctima no por ser malvado, sino por ser otro. En el relato clásico, ya sea el de Mary Shelley o su primera adaptación cinematográfica, el barón desafía a Dios al convertirse en creador de vida, resucitando cadáveres. Este reto acababa con la condena moral del científico, que veía cómo su criatura era un ser deforme y sobre todo infeliz desde el momento en que sus pocas luces no le impedían descubrirse distinto y marginado.

La prometida

Director: Franc Roddman. intérpretes: Jennifer Beals, Sting, Claney Brown, Anthony Higgins, Geraldine Page. Guión: Lloyd Fonvielle. Música: Maurice Sarre. Fotografía: Stephen Burum. Título original: The bride. Producción norteamericana, 1985. Estreno en La Vaguada y Rialto. Madrid.

En esta versión de 1986, Dios ha sido sustituido por la moral burguesa, de manera que el barón no se levanta contra el Todopoderoso y sus leyes no escritas, sino contra las costumbres de sus conciudadanos. En su empeño quirúrgico-mágico, el propietario del castillo decide construir una compañera para su desafortunado engendro, pero ya que ésta le sale más guapa de lo previsto se la queda para sí. Pero como Frankenstein no es Sade, la nueva mujer no está destinada, al menos en un primer momento, a engrosar la lista de las seducidas por él o sus amigos, sino que se pretende que sea una chica emancipada, culta, igual a los hombres. Eso también habrá de hacerla otra, y de ahí, surgirán los conflictos.

A las historias románticas que transcurren en bosques frondosos o castillos solitarios, le van mejor los planteamientos blasfemos que la sociología. Al limitar la ambición, se convierte a la novia en una chica fogosa a la que no atrae el rollo de su creador porque prefiere la marcha de los tenientes jovencitos o el poderío de un Schwarzeneger lobotomizado, que eso parece el pobre monstruo.

Esta trivialización hay que buscarla en la puesta en escena, que tiende al decorativismo y no sabe manejar a los actores. Además, Jennifer Beals es muy limitada y no nos hace olvidar que surge de Flashdance, de un narcisismo que restringe los enamoramientos a su persona.

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