Crítica:CINE

Salvajes de salón

John Boorman, inglés afincado en Hollywood, es un director experto, sobre todo en la realización de escenas de violencia física, como demostró sobradamente en A quemarropa y Deliverance. Posee un don no frecuente, incluso entre los mejores cineastas, y es un sexto sentido para efectuar con mesura movimientos de la cámara desmesurados. Esto le permite que de sus ágiles imágenes móviles brote un velo de atracción magnética, muy próxima a la fascinación.Pero junto a su talento plástico, Boorman padece incapacidad para crear sensación de verosimiltud en las situaciones adornadas por ...

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John Boorman, inglés afincado en Hollywood, es un director experto, sobre todo en la realización de escenas de violencia física, como demostró sobradamente en A quemarropa y Deliverance. Posee un don no frecuente, incluso entre los mejores cineastas, y es un sexto sentido para efectuar con mesura movimientos de la cámara desmesurados. Esto le permite que de sus ágiles imágenes móviles brote un velo de atracción magnética, muy próxima a la fascinación.Pero junto a su talento plástico, Boorman padece incapacidad para crear sensación de verosimiltud en las situaciones adornadas por esos sus mágicos vuelos de imagen. Y así, después de hacer con brillantez lo excepcional, naufraga estrepitosamente en la representación de lo cotidiano. Se diría que aspira a hacer sus películas solo con momentos cumbre, de alta tensión visual, y olvida que a estos se llega siguiendo curvas de ascenso que requieren una graduación muy rigurosa que exige, para que dichos momentos cumbre funcionen como tales, el paso previo y cuidadoso por momentos preparatorios de tono bajo.

La selva esmeralda

Dirección y producción: John Boorman. Guión: Ropo Pallenberg. Intérpretes: Powers Boothe, Meg Foster, Charley Boorman. Anglo-norteamericana, 1985 Estreno en Madrid: cines Roxy y Rialto.

Este defecto repercute sobre La selva esmeralda que, como de costumbre en el cine de Boorman tiene, junto a escenas excelentes, otras decepcionantes. La arritmia se introduce en el relato y éste nos eleva en algunos espectaculares movimientos de cámara, en los que el cineasta da su peculiar do de pecho, y nos da el trastazo cuando el encuadre queda fijado ante secuencias de tránsito, que Boorman realiza con su habitual desgana. Por ejemplo, la secuencia paralela de la persecución de padre e hijo por la tribu de los Hombres feroces es magnífica, como también el asalto final de los Hombres invisibles al prostíbulo, mientras que las escenas de amor entre el salvaje rubito y su chica son medianas tirando a malas.

Otro aspecto que daña a la película es el increíble aspecto de los buenos y buenas salvajes, que son tan bonitos y bonitas que cantan a gritos las proteínas anglosajonas, y no las pobres bayas de la dieta tropical, con que les han alimentado. En un filme que busca la indignación ante los crímenes reales contra la naturaleza, esta intromisión de salvajitos de revista de peluquería -sus peinados son de muñecos de escaparate de Oxford Street y no de selva amazónica- huele a camelo o, si se quiere, a caramelo.

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