Tribuna:

Al sur de la Alhambra

El fenómeno de la protección de nuestro patrimonio histórico-artístico afecta a todo el Estado, pero un viaje reciente a tierras del sur andaluz -donde este patrimonio es especialmente rico- evidencia los riesgos y las amenazas de una manera mucho más descarnada. Uno comprende -contemplando los peligros a que se ven sometidos los espacios urbanos de excepción- que a la larga, los problemas de convivencia social no sólo son resueltos con grandes medidas políticas, sino gracias a esa mínima sensibilidad cívica de autoridades y ciudadanos para preservar los valores culturales legados por el tiemp...

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El fenómeno de la protección de nuestro patrimonio histórico-artístico afecta a todo el Estado, pero un viaje reciente a tierras del sur andaluz -donde este patrimonio es especialmente rico- evidencia los riesgos y las amenazas de una manera mucho más descarnada. Uno comprende -contemplando los peligros a que se ven sometidos los espacios urbanos de excepción- que a la larga, los problemas de convivencia social no sólo son resueltos con grandes medidas políticas, sino gracias a esa mínima sensibilidad cívica de autoridades y ciudadanos para preservar los valores culturales legados por el tiempo.En el fondo, el dilema que se les plantea a quienes desean vivir en armonía con un entorno monumental es el de escoger, de forma drástica, entre la vía del urbanismo bárbaro, arrasador, o, por el contrario, tender hacia un urbanismo civilizado, en equilibrio, que reforme con gusto orestaure y preserve. Han sido décadas de furor constructor y de gloria hormigonada, y no pocas ciudades de provincias han visto desaparecer de la noche a la mañana sus cascos antiguos. Algunas capitales han logrado salvar, de forma desesperada, su catedral o algunos palacios, más por la solidez indestructible de su propia estructura que por una verdadera muestra de sensibilidad hacia el arte por parte de quienes los preservaban.

Cuando escribo estas líneas, representantes de los municipios españoles se reúnen en Segovia para tomar medidas decisivas al respecto. El hecho me parece significativo, porque ya no son los vecinos conscientes o las minorías sensibilizadas (a sueldo siempre -ya lo saben ustedes- del oro foráneo) los que protestan y velan por el patrimonio artístico, sino los propios ayuntamientos. La aplicación de leyes protectoras no va a ser, pues, algo que se suplica y se llora a los municipios, sino que van a ser éstos -esperemos- los que lleven la iniciativa y preserven en nuestras ciudades todo cuanto aún se pueda preservar.

Pero hablaba de un viaje al Sur. Una ciudad como Sevilla, con su gigantesco centro histórico, decide ahora, si no su plena salvación, sí la preservación del mismo. En Córdoba, un problema como el de la construcción de un aparcamiento en pleno centro de la ciudad -algo indiscutible en otros días- produce ahora las lógicas polémicas y tensiones. En Granada, el verdor de sus colinas y arboledas se enseñorea todavía sobre los terrenos que el cemento ha arrancado a los huertos de la vega. (En estos días se ha puesto a salvo la Huerta de San Vicente, de Federico García Lorca. Su pervivencia, cercada por las construcciones de todo tipo, es un afortunado símbolo de civismo ejemplar.) Ha sido tan rico y tan poderoso el legado de espacios verdes y monumentales en esta ciudad que décadas de crecimiento urbanístico no han podido. alterar una de las panorámicas más bellas del mundo.

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De Granada, en concreto, quería yo recoger un ejemplo doloroso y alentador a un tiempo. Rara vez los atentados sufridos por el patrimonio artístico tienen solución. Jamás se recupera lo que el bulldozer se llevó por delante o cuanto el hormigón sepultó. Pero hay veces en que una sensibilidad extrema, desesperada, de los ciudadanos logra el milagro de salvar una obra verdaderamente irrepetible. Tal ha sucedido, años atrás, en Granada con el carmen de Los Mártires, un lugar no sólo valiosísimo por su entorno -la Alhambra, el Generalife, Sierra Nevada-, sino único por sus características histórico-literarias.

Un ciego afán especulador desgarró la ladera del monte y produjo en el jardín del carmen la más profunda y desolada de las mordeduras que uno haya podido ver nunca en un paisaje. Pero la sensibilidad pudo detener la furia destructura y, como todo un símbolo de nuestro tiempo, los ciudadanos se enfrentaron directamente con las máquinas. Hoy, con la adquisición por parte del, Ayuntamiento de la ciudad del carmen, éste queda

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definitivamente a salvo, y asegurado permanecerá sin duda el sosiego que siempre poseyó el lugar hasta que a él llegó la codicia especuladora.

Muchos son los dones y significados que cabe atribuir al carmen de Los Mártires, pero ninguno de ellos, creo yo, puede superar al de haber sido habitado por Juan de la Cruz, uno de los primeros y más universales poetas con que cuenta la lengua castellana. A él ascendió en una fría mañana de enero de 1582, siguiendo probablemente aquella misma ruta que, algunos siglos más tarde, recorrería el apasionado Washington Irving tras las huellas de Boabdil. El lugar, muy pobre y abandonado cuando los descalzos se hicieron cargo de él, unos 10 años antes de la llegada del poeta, fue progresivamente enriquecido. La ermita en ruinas fue convertida en convento y se construyó un gran aljibe que todavía hoy se puede admirar. A trabajar con sus manos se puso en seguida Juan de la Cruz, y obra directa suya es el acueducto, en muy buen estado de conservación, que también hoy podemos contemplar, aunque, a decir verdad, muy poco faltó para que la mordedura de las máquinas llegara hasta su misma estructura. También obra suya fue el claustro, que acabó siendo modélico dentro de los de la orden.

Este acueducto y los jardines bien merecen la más exquisita de las atenciones. Se está llevando a buen término la restauración del edificio del carmen -del primitivo y modesto convento no queda nada- y urge rellenar como sea y repoblar el más impresionante socavón que la historia ha visto al lado de un enclave de primera magnitud como es la Alhambra y sus alrededores. Devolver al inmenso hoyo la tierra de él extraída y repoblar con plan-las y árboles propios del lugar la ladera, que asciende hasta la tapia moruna, sería una hermosa, por no decir ineludible, labor.

Pero no sólo merece recordar a Los Mártires por sus valores arquitectónicos y botánicos. La resonancia literaria de aquel espacio es inmensa. Allí vive Juan de Yepes el período creativo más intenso de su vida. Fruto de la estancia en Los Mártires fue la composición de su Noche oscura, de la Llama de amor viva, la finalización de la Subida al monte Carmelo y el completar las últimas estrofas del Cántico espiritual, comenzado bajo las terribles condiciones carcelarias sufridas en Toledo. También por aquella época alguien dijo haber visto escrito el tratadillo de las Propiedades del pájaro solitario. Esto por citar sólo algunas de las obras más conocidas de este período. Cabe pensar también, de acuerdo con algún otro testimonio, que en aquel apacible retiro granadino el poeta compuso otras muchas obras que fueron apresuradamente quemadas para evitar que cayeran en manos de sus aviesos e inquisitoriales perseguidores, entre los que cabe destacar especialmente al obcecado Diego Evangelista.

Desde Los Mártires, Juan de la Cruz bajaba y subía "con estrellas" a la ciudad para aportar ayuda y conseje, a aquella variopínta sociedad de los años inmediatamente posteriores a la conquista del reino nazarí. La ciudad debía de sufrir todavía el trauma de las nuevas costumbres e imposiciones, y una multitud de visionarios, posesos, milagreros, fluminados y conversos entraban dentro de la desinteresada labor del poeta. Sin embairgo, su puesto habitual estaba tras el ventanillo de su celda, desde el que atisbaba, durante albas y ocasos interminables, el jardín y las laderas de Sierra Nevada, adonde insistentemente conducía a sus subordinados para que se extraviasen en la contemplación. Estaba aún muy viva la presencia. del islam en la vida cotidiana e íncluso en ciertas prácticas de los religiosos -en concreto, de las de los místicos-, como tan bien ha señalado Asín Palacios en algunos de sus textos. Pero yo no quería hablar hoy aquí del poeta, sino de Los Mártires y de cuanto ha supuesto y supone su plena salvación, al parecer bien encaminada.

Terminaré, por ello, con una anécdota. Oía yo por última vez ensimismado el murmullo del agua en el canalillo de teja del acueducto al tiempo que observaba cómo alguien, con aspecto de extranjero, paseaba desoladamente en torno al gran socavón y echaba graves miradas, ora a éste ora a la no lejana umbría de la Alhambra y sus torres. Me disponía ya a dirigirme hacia la salida, cuando este personaje se me aproximó a buen paso y se presentó.

Se trataba de un profesor inglés, de un especialista en la obra del místico, que, a bocajarro, me espetó la siguiente pregunta: "Pero ¿es que, al menos, la Iglesia, tan poderosa años atrás, no pudo hacer nada para evitar este destrozo?". Yo estuve a punto de darle algunas razones, de explicarle el poder ubicuo y omnímodo que los especuladores urbanísticos tuvieron en otros días. Pero sonreí y me limité a alzar mis brazos y a mostrar, con gesto no menos desolado, mi impotencia para responder a tamaña pregunta.

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