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Sobre ignorancias, sabidurías y silencios / 1

El revuelo organizado por la declaración del presidente de la Conferencia Episcopal sobre el aumento de los gastos en armamento responde, según el autor de este artículo, a un síndrome frecuente en España, que es la resistencia a enfrentarse con la verdad en asuntos que tengan que ver con militares profesionales.

El señor arzobispo de Oviedo y presidente de la Conferencia Episcopal ha hecho pública, con motivo de la jornada de la Paz (1 de enero de 1985), una comunicación que, entre sus cinco páginas, contiene estas tres líneas: "España, sin llegar al derroche de las armas nucleares, in...

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El revuelo organizado por la declaración del presidente de la Conferencia Episcopal sobre el aumento de los gastos en armamento responde, según el autor de este artículo, a un síndrome frecuente en España, que es la resistencia a enfrentarse con la verdad en asuntos que tengan que ver con militares profesionales.

El señor arzobispo de Oviedo y presidente de la Conferencia Episcopal ha hecho pública, con motivo de la jornada de la Paz (1 de enero de 1985), una comunicación que, entre sus cinco páginas, contiene estas tres líneas: "España, sin llegar al derroche de las armas nucleares, incrementó su presupuesto para comprar armas sofisticadas de muy elevado costo y mantiene e incrementa la venta de armas a otras naciones". Muchas de las reacciones de los políticos, y de algunos que no lo son, a esa frase son síntomas de un síndrome que tiene la democracia española, que no acaba de sanar, si es que no empeora, y que goza de todas las connotaciones públicas de las enfermedades socialmente vergonzosas o vergonzantes. No soy de la profesión y no puedo ir muy lejos en el desarrollo de la metáfora médica. Por ello, descendiendo a expresiones más profanas, se le puede llamar de una Manera sencilla: resistencia a enfrentarse con la verdad en asuntos que tengan que ver con militares profesionales.Esa resistencia genérica engloba, al menos, dos resistencias específicas: a conocer la verdad y a hablar de lo que, a pesar de todo, se conozca. Quiero decir a hablar con el mismo desparpajo con que habitualmente se afronta todo lo humano y divino. Por donde viene a resultar que muchas gentes poco sospechosas no hablan (en público) de los militares más que para alabarlos. Ya es sorprendente que personas con tan exacerbado sentido crítico, e incluso deslenguadas, no encuentren en esos profesionales más que motivos de alabanza o de silencio. Y sospecho que los primeros sorprendidos deben ser los interesados, que quizá en muchos casos están hartos de semejante discriminación, o, quién sabe, sienten el más hondo desprecio por sus aduladores.

Desde luego que ha habido excepciones. La más obvia, la motivada por los golpistas del 23-F. Aparte de recibir los vituperios de que como tales golpistas se habían hecho merecedores, sirvieron de chivo expiatorio de juicios ocultados y miedos no confesados que no se habían manifestado antes ni se han vuelto a manifestar después. Para algunos, los golpistas permitieron el ejercicio de una que podríamos llamar sinécdoque política, tranquilizadora y liberadora. Pero aun entonces hubo manifestaciones del síndrome de que hablamos. Según pude saber, sólo unos pocos entre los centenares de políticos secuestrados en el Congreso hicieron uso de las posibilidades que ofreció el instructor del sumario introduciendo aportaciones adicionales (que había que escribir y firmar) a la descripción de los hechos ocurridos en el salón de sesiones en aquella vergonzosa noche.

Los síntomas

Los síntomas del síndrome han sido, y son, el cuento de nunca acabar. Repasen, si tienen humor, los Diarios de Sesiones del Congreso y del Senado desde el año 1977. Por ejemplo, los debates presupuestarios: el de la sección de Defensa es casi siempre un oasis de paz, la paz en la guerra, que diría Unamuno; realidad no modificada por los exabruptos de algún diputado que casi resultaba un marciano. Y luego está esa forma tan corriente de expresar la crítica con salvedades que aluden a los muchos buenos que hay en las Fuerzas Armadas, o, lo que es mejor, con las que ponen de relieve el amor que el crítico tiene a la institución o, al menos, lo partidario que es de ella, como crítico responsable y prudente y con sentido del Estado y de los altísimos intereses de la patria. Afirmaciones que, cuando se producen, con frecuencia no tienen ni el beneficio de la hipocresía, sino que son elementos del cuadro del síndrome que comentamos, que ni siquiera es, conocido en su verdadero alcance por los pacientes que lo sufren, como suele suceder con las enfermedades en general, y las del grupo vergonzoso o vergonzante en particular, y más aún si son padecimientos del ánimo, en este caso el ánimo político. Pero es conducta extraña, por que no suele ser frecuente, por ejemplo, que quienes en el mundo político censuran la organización de la sanidad o a sus responsables nos digan que son partidarios de la sanidad o, más aún, de la salud, ni quienes critican la enseñanza, que lo son de que la gente aprenda, ni que los que se quejan de la realidad agraria tengan que cubrirse recondándonos cuán altísimamente valoran la función de los ingenieros agrónomos o los sudores del labrador que nos proporciona el pan.

Otro síntoma es que cuando se hace algo positivo en ese delicado campo hay que explicarlo poco y con palabras muy técnicas, no vaya a ser que alguien deduzca que la situación previa era verdaderamente mala. Todo el mundo sabe que hay problemas en la aplicación de la justicia, en la Universidad, en la industria siderúrgica, en los bancos y en tantos otros sitios; quienes no lo saben por experiencia directa pueden disfrutar de información suficiente y escandalosa, que justifica precisamente las atinadas reformas que llevan a cabo quienes en cada momento tienen la responsabilidad, el poder, el interés y las ganas de hacerlas. Pero las reformas militares parecen operar ante la opinión pública sobre una realidad que, a juzgar por lo poco problemática que se publicaba, nunca debería haber sido reformada. Y así podríamos seguir hasta cansamos.

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Y ahora llega el señor arzobispo a estropear el cuadro pastoril. Y las reacciones que se producen son las típicas del síndrome. El señor presidente del Gobierno improvisa lo que en términos baloncestísticos se llama una defensa personal, y afirma que el señor arzobispo de Oviedo no está bien informado, que su declaración sólo puede obedecer a la ignorancia. Claro que los hechos indican en seguida que quien quizá no está bien informado es el señor presidente, que se despachó con un error porcentual explicable por la rapidez de la respuesta; lo que, sin embargo, no prueba que no tuviera razón (ni tampoco que la tuviera) en cuanto a su afirmación de que el señor arzobispo no estuviera bien informado, pues, por sí sola, la desinformación de uno no prueba la buena información del otro, que tendrá que probarse, en su caso, por otros medios.

El señor portavoz del, principal partido de la oposición dice, por el contrario, que la defensa es algo muy importante que España no puede dejar de lado, lo que en sí no parece que haya sido puesto en duda por el señor arzobispo, pero impresiona como proposición mayor del silogismo más bien falaz que le permite al señor portavoz dar como conclusión inapelable lo que es un juicio político de indudable valor, pero en absoluto probado: los presupuestos de Defensa son bastante ajustados; expresión no tan tajante como se desearía, pues si están bastante ajustados, no están ajustados del todo, y así queda claro, sin querer, que esos presupuestos serían susceptibles de algún ajuste adicional que permitiera pasar del insatisfactorio bastante al tranquilizador totalmente. Pero, a pesar de que esto podría dar un resquicio para admitir algún acierto del señor arzobispo, la conclusión del señor portavoz, que también se apoya en la misma táctica deportiva (o antideportiva) del marcaje personal, es no menos clara que la del señor presidente: la declaración no ha sido acertada.

Es decir, el señor presidente del Gobierno y el señor portavoz del principal partido de la oposición han llegado a una conmovedora coincidencia de fondo y casi de forma en tan importante asunto, pues que el primero llame ignorante a quien el segundo califica de desacertado es sólo una diferencia de detalle, explicable por la distinta posición, ideología y currículo de ambos personajes, y prueba reconfortante, a la vez, del correcto uso de la libertad de que gozamos, que permite en cuestiones trascendentales coincidir en lo esencial, aunque haya diferencias en lo accesorio, en el calificativo aplicado de modo indirecto al señor arzobispo; muestra adicional además de la riqueza de la lengua española para los matices, comprobación que nos debe llenar de orgullo patriolingüístico. Algunos pensarán que le está muy bien empleado al citado señor arzobispo por meterse a redentor, aunque quizá ésa sea una función que en él no debería extrañar.

Y sin embargo, yo creo que el señor arzobispo no es tan ignorante en esta materia -sin que tenga yo datos para afirmar que es un pozo de ciencia presupuestario-militar, lo que no es el problema-, ni su declaración tan inoportuna. No soy el único que piensa así. A algunos políticos que no pertenecen al partido del Gobierno ni al más importante partido de la oposición, la declaración, según leo en los mismos periódicos, les ha parecido oportuna y motivo para la reflexión. Es decir, empiezan por dar una especie de respiro al ver que alguien toma la responsabilidad de ocuparse de un asunto enojoso, con cuyas soluciones no parecen sentirse muy a gusto, aunque las hayan aprobado, como casi todos los demás.

Jaime García Añoveros fue ministro de Hacienda con UCD

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