Tribuna:

Hace medio siglo... / y 2

Me parece lamentable el intento -en estas fechas conmemorativas- de exaltar positivamente la doble revolución de octubre: revolución que con perspectiva suficiente recusarían andando el tiempo tanto la izquierda burguesa (Azaña) como la socialdemocracia (Prieto), ya que brindaba argumentos justificativos a los insurgentes de 1936. Su planteamiento es tan oscuro que requiere de nosotros un esfuerzo para razonarlo.

Hubo dos motivaciones, siempre repetidas por los que, de entonces acá, han tratado de justificarse -y de magnificarse- ante la historia, en lugar de recono...

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Me parece lamentable el intento -en estas fechas conmemorativas- de exaltar positivamente la doble revolución de octubre: revolución que con perspectiva suficiente recusarían andando el tiempo tanto la izquierda burguesa (Azaña) como la socialdemocracia (Prieto), ya que brindaba argumentos justificativos a los insurgentes de 1936. Su planteamiento es tan oscuro que requiere de nosotros un esfuerzo para razonarlo.

Hubo dos motivaciones, siempre repetidas por los que, de entonces acá, han tratado de justificarse -y de magnificarse- ante la historia, en lugar de reconocer, contritos, su error. En la crisis catalana jugó el desequilibrio -y el desacuerdo- entre una mayoría de esquerra en el Parlamento autónomo y una mayoría de derechas en el Parlamento nacional. De ese desequilibrio procuraron sacar partido eficazmente los totorresistas -los del todo o nada-, acudiendo a una clave social: las soluciones arbitradas por el presidente Companys para la cuestión rabassaire con su ley de Contratos de Cultivo. Creo que en el conflicto, Companys -cuya bondad y honradez personales se conjugaban con una debilidad que conocían muy bien sus allegados próximos- fue más bien instrumento que protagonista. La ley en cuestión era intrínsecamente laudable, pero implicaba -jurídicamente- un rebasamiento de las atribuciones estatutarias. Enconado entre Madrid y Barcelona el pleito, que se enarboló como una amenaza para la pervivencia de la autonomía catalana, la remodelación del Gobierno, en octubre, brindó magnífico pretexto para consumar la ruptura, y para consumarla mediante una afirmación secesionista -la proclamación del Estado catalán- que violaba abiertamente la Constitución y el estatuto.

La revolución de Asturias iría por otros caminos. Expresión maximalista y localizada de la huelga general impuesta por el socialismo, en rechazo de un Gobierno democráticamente irreprochable, tuvo como estímulo esencial el resentimiento del partido obrero por su salida del poder tras las elecciones en que fue derrotado. El viejo líder ugetista Largo Caballero -que pocos años atrás había encarnado la entente con la dictadura-, convertido ahora en palanca revolucionaria, había traducido en estos términos la crisis de septiembre de 1933: "Al partido socialista se le ha expulsado del poder de una manera indecorosa...". Y en vísperas de las elecciones advirtió: "El 3 de diciembre, a las elecciones, y el 10, a la calle". "Queremos triunfar dentro de la democracia burguesa", remachó en Albacete, "pero ellos serán los responsables si conseguimos nuestro triunfo por otros caminos". Imposible hallar formulación más antidemocrática. De momento, no obstante, todo se quedó en soflarnas: la violencia inmediata a la derrota de las izquierdas corrió por cuenta del anarquismo. En efecto, la presencia en el poder de los radicales difícilmente podía ser recusada por los neófitos del republicanismo, dada la vieja tradición republicana del partido de Lerroux, aunque la minuciosa preparación de un frente proletario, en conexión con la plataforma contestataria catalana, se inició muy pronto. Para justificar el golpe, que tomó como pretexto la remodelación del Gobierno radical con la incorporación de tres figuras -impecablemente republicanas- de la CEDA, se ha vuelto siempre -segunda motivación- a una acusación falaz, montada sobre supuestos indemostrables: la de que la CEDA trataría, desde el poder, de reproducir en España lo que Hitler en Alemania o el canciller Dollfuss en Viena habían consumado en Centroeuropa para liquidar al socialismo. Nadie ha podido aducir jamás la menor prueba documental para respaldar esa gratuita imputación. Jesús Pabón, cuya honestidad como historiador y como político queda por encima de toda duda, ha escrito: "...ni en los orígenes doctrinales ni en la conducta inicial de la CEDA había motivos para la atribución en que basaba el socialismo español su actitud para con ella..." (era, eso sí, indudable un hecho que entraba por los ojos: la crisis de la democracia europea y el auge de los sistemas llamados totalitarios, como fenómeno histórico político, penetraban muy ampliamente en España y, de un modo u otro, alcanzaban a toda la juventud. Pero el caso podía percibirse en las plataformas más diversas: en el movimiento iniciado en el teatro de la Comedia de Madrid el 29 de octubre de 1933; en el desplazamiento de las juventudes socialistas hacia la organización de combate; en la juventud de Esquerra Catalana, donde hallaba respaldo entusiasta Dencás, el consejero de Gobernación de la Generalitat, que había expuesto a Amadeo Hurtado su plan de partido único).

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En cualquier caso, el plan revolucionario de 1934 fue obra, como decíamos, de Francisco Largo Caballero, obsesionado por el logro de un frente proletario capaz de fundir las diferencias -insalvables- entre anarcosindicalistas y socialistas, situándolos al margen de la contaminación burguesa. Había conseguido someter a los reticentes de su propio partido -a Besteiro, en quien la prudencia y la sensatez ponían en guardia frente a una catástrofe presentida como inevitable-; había logrado incluso arrastrar a Prieto -el gran valedor de la alianza con Azaña, pero que ahora, por disciplina de partido, se convertía en clave importantísima para la moviliza

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Hace medio siglo

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ción de Asturias-. Cuando estaba en marcha la preparación del alzamiento, Azaña, al tanto de lo que iba a ocurrir, intentó todavía disuadir a Largo Caballero, con el que coincidió en el tren, camino de Barcelona. La respuesta del líder proletario raya en la estupidez: "Pues tiene que ser, y déjeme que le diga, don Manuel, que ya comprometo bastante mi prestigio con sólo seguir hablando tanto con usted". Azaña, frío y sarcástico, se limitó a advertir: "Bueno, don Francisco, usted va a necesitar de aquí en adelante todo el prestigio que tiene, y yo no quiero comprometérselo más".

Sabido es lo que supuso la gran crisis y sus consecuencias a la corta y a la larga. En Cataluña, la abstención de la CNT -siempre indiferente a las apelaciones nacionalistas- neutralizó la iniciativa de Companys, que, al proclamar el Estado catalán, empujado por Dencás, rezongó: "Ja está fet! Ja veurem com acabarà.! A veure si ara també direu que no soc catalanista.!" La declaración del estado de guerra y la presencia del Ejército liquidaron el golpe en pocas horas: Dencás escapó por la red del alcantarillado. En Asturías, la cosa fue mucho más grave: costó una campaña, el traslado de fuerzas coloniales -regulares y legionarios- a la zona minera; lo había aconsejado Franco, llamnado al ministerio como asesor, ante la gravedad de los aconteciinientos (el preludio de 1936 se había iniciado también por ese lado). Las violencias vandálicas provocadas por los revolucionarios en Oviedo afectaron a las mismas entrañas de la ciudad: la universidad, la catedral, la cámara santa quedaron destruidas o terriblemente dañadas. La violencia incontrolada de la represión inicial dejó, a su vez, huellas imborrables. La revolución quedó aplastada, pero la superación de la crisis material no trajo la paz ni generó esperanzas de conciliación. La solidaridad obrera -la UHP- iba a fortalecerse- en un sentido revanchista; la segunda edición quedó simplemente aplazada. Y la recuperación de la normalidad parlamentaria se hizo cada vez más difícil, sobre todo cuando, detenido Azaña en Barcelona, la animosidad de las derechas quiso convertirle en responsable y chivo expiatorio por unos hechos que se había esforzado en evitar. Cuando recuperase la libertad, se lanzaría a una campaña vindicativa que constituyó impulso decisivo para el Frente Popular. En los rescoldos de 1934 se preparó el gran incendio de 1936.

Que fue así lo han reconocido los historiadores objetivos y los propios protagonistas de la crísis: desde Vicens Vives hasta Madariaga, desde Azaña hasta Prieto. "El alzamiento de 1934", escribió Salvador de Madariaga, "es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo.

El argumento de que el señor Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instalar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna para lo que se proponía o no el señor Gil-Robles, y por otra parte, a la vista está que el señor Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos más o menos ilusorios de la derecha a aquellos mismos que para defenderla la destruían?". Madariaga concluye: "Con la rebelión de 1934, las izquierdas perdieron toda la autoridad para condenar la revolución de 1936". Casi con las mismas palabras repetiría esta afirmación, años después, el propio Prieto, que en México, y en 1942, llegaría a decir: "Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera de mi participación en el movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y en su desarrollo". Por su parte, enjuiciando fríamente la aventura socialista, Azaña escribiría en 1937: "...la aventura subversiva... era descabellada, destinada al fracaso... Un hecho tal era destruir los títulos, los principios y los ansiados efectos pacificadores de la República, dejando... la existencia del régimen a merced de fuerzas de choque... Arrojarse a la aventura sin motivo suficiente y sin utilidad verdadera para la República, aun en caso de triunfo, sería una estupidez redonda".

Casi inmediatamente a los acontecimientos, Américo Castro, en carta al rector de la Universidad de Barcelona, Balcells, comentó con amarga ironía: "Entre el extremismo social -o todo o nada- y el de Cataluña..se ha hundido aquella máquina ingenua que fraguamos llenos de entusiasmo. Si el Estatuto de Cataluña hubiera seguido intacto, como estaba antes del 6 de octubre, habrían seguido ustedes actuando de coco, lo mismo que en otro sentido hacían los socialistas, y no. estaría hoy el Ejército en manos de los enemigos del régimen. Pero se quiso poner en circulación la reserva de oro, y ya ve usted. El oro es para que esté en el banco y se diga que está ahí".

Vuelvo sobre lo ya dicho: ¿a qué viene la exaltación retrospectiva de uno de los más lamentables exponentes de nuestro maximalismo celtibérico, engendrador de guerras civiles? Si recordamos la revolución de octubre, hagámoslo para evitar, atenidos a la experiencia, nuevas recaídas en errores tan costosos; para aprender a tolerar el éxito político -si está legitimado por las urnas- de nuestros adversarios; para superar la lucha de clases en nombre de una integración -o concertación- social; para rehuir a tiempo cualquier ruptura entre el Estado y las entidades autonómicas.

La única garantía a favor de la democracia, evitando el retorno a la guerra incivil (caliente o fría), está en que aprendamos a saber perder; está en que aceptemos siempre, magnánimamente, el juego libre del sufragio, aunque su resultado nos sea adverso.

La primera parte de este artículo fue publicada el sábado 5 de setiembre.

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