Crítica:CINE

Delicia retrospectiva

Es tan fácil decir que Lubitsch fue un gran tipo, tanto se ha hablado de su famosa forma de sonreír ante las grandes palabras, de su malicia y de su alegre sentido del placer, tanto se han sobado sus películas, con tanto ahínco se ha trajinado con sus misterios y sugerencias, que casi resulta un milagro que aún conserven la frescura que justifica tal entusiasmo.Pero así es. Incluso, como en El pecado de Cluny Brown, última película de su filmografía, más de juego que de conflicto, donde no hay pretensión de conmover en profundidad los tabúes de la sociedad americana que Lubistch conoció...

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Es tan fácil decir que Lubitsch fue un gran tipo, tanto se ha hablado de su famosa forma de sonreír ante las grandes palabras, de su malicia y de su alegre sentido del placer, tanto se han sobado sus películas, con tanto ahínco se ha trajinado con sus misterios y sugerencias, que casi resulta un milagro que aún conserven la frescura que justifica tal entusiasmo.Pero así es. Incluso, como en El pecado de Cluny Brown, última película de su filmografía, más de juego que de conflicto, donde no hay pretensión de conmover en profundidad los tabúes de la sociedad americana que Lubistch conoció, aparece de nuevo su relajante cinismo. Aunque no trate de revocar el concepto tradicional de la pareja como en Una mujer para dos, o el pasivo papel de la esposa como en La octava mujer de Barba Azul, ni se ría a carcajadas de la grotesca farsa del nazismo como en To be or not to be, no por ello ésta es una película blanca de intenciones.

El pecado de Cluny Brown

Director: Ernst Lubitsch. Guión: Samuel Hoffenstein y Elizabeth Reinhardt. Fotografía: Joseph La Shelle. Música: Cyril Mockridge y Emil Newman. Intérpretes: Charles Boyer, Jennifer Jones, Peter Lawford, Helen Walker. Comedia norteamericana, 1946. Local de estreno: Luchana.

Tanto la ingenua muchacha amante de la fontanería y de las bodas por amor que titula la película como ese extraño aventurero medio héroe que huyendo de los nazis se refugia entre la aristocracia deben entenderse entre sí como la mano y el guante, porque cuanto les rodea pertenece a un mundo de bobos, analfabetos y cursis. que Lubistch destroza con maestra ironía; esos dos personajes, astuto el uno, inocente la otra, son el ejemplo de una vida posible, más atenta a lo espontáneo. En ellos se reencuentra Lubistch, y con ellos celebra vivir al margen. Curiosamente, a esa alegría debe referirse el concepto de pecado que se añadió al título en la versión española.

El juego del filme tiene el encanto de la época. Resultan ya imposibles aquellos decorados, los elegantes ademanes de Charles Boyer, la exagerada virginidad de Jennifer Jones, los romances, los equívocos. Y si no imposible, resulta también difícil encontrar ahora esa suavidad de tono que hace avanzar las películas como sin poner los pies en la pantalla. Es exclusivo de las obras maestras. Y aunque El pecado de Cluny Brown no lo sea, lo tiene.

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