Tribuna:LA LIDIA / FERIA DE SEVILLA

Una terna bien surtida

En esto de los carteles del torear, tal y como en tantas otras programaciones de encantamientos y aventuras, nada suele ser tan enemigo como que los tres de luces se parezcan entre ellos como fotocopias; y es que en la fiesta de los toros los redondeos artísticos de una tarde se producen muy dificilmente cuando garbos e inspiraciones se dibujan en la multiplicada reiteración de las semejanzas. Viene a ser como si en tales circunstancias se anularan mutuamente los sortilegios de los espadas similares, igual que si la cercanía de unos estilos tan parejos derivara en la paradoja del desconcierto....

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En esto de los carteles del torear, tal y como en tantas otras programaciones de encantamientos y aventuras, nada suele ser tan enemigo como que los tres de luces se parezcan entre ellos como fotocopias; y es que en la fiesta de los toros los redondeos artísticos de una tarde se producen muy dificilmente cuando garbos e inspiraciones se dibujan en la multiplicada reiteración de las semejanzas. Viene a ser como si en tales circunstancias se anularan mutuamente los sortilegios de los espadas similares, igual que si la cercanía de unos estilos tan parejos derivara en la paradoja del desconcierto.Se diría que el ideal de los tendidos, en cuanto a emociones máximas y calidades extremosas, se muestra más garantizado si la terna de la tarde se ofrece claramente variada y diversa, con muy distintos rumbos por donde echar reclamos al prodigio. Tal era sobre el papel, la terna tan acabadamente surtida de ayer tarde, paseíllo de feria en la Maestranza: Manolo Vázquez, Curro Romero y Francisco Rivera Paquirri.

De entrada, un Manolo Vázquez tan rectilíneo, con su no sé qué de Belmonte estilizado, traza siempre en los ruedos la línea imponente y sabia de lo que sólo acaba de empezar a resultar valiosamente antiguo. Y a su vera, inevitablemente animado y medroso, el Curro que Sevilla se reserva como bomba de magia con la que darle un susto al desangelado mundo de las cuentas que siempre cuadran. Y cerrando el cartel, Paquirri, de Barbate él, muy capaz de remover pesqueros sin necesidad de velas ni motores.

Manolo, mediante la gracia escueta y puntual de los cacharros prehistóricos, se pone delante de ese peligro de muerte que es un toro como si le interesaran más bien poco los años que le queden por vivir desde el día siguiente de encargar que corten y disequen la cabeza de su último toro, de verdad el último.

En cambio Curro, inspirado en desidias, se encoge de hombros ante el inquietante paso del tiempo. Lo suyo no es, desde luego, el jugarse la existencia a la carta del pundonor o del deber cumplido. Lo mejor de Curro consiste, ni más ni menos, en poder oficiar, de tarde en tarde, la más sevillana de las liturgias en los diez segundos lentísimos que dura alguna de su contadas y grandiosas verónicas.

Lo de Manolo Vázquez es un clasicismo agraciado, una seriedad con matemáticas por sevillanas, un empaque muy campero y muy moderno. Curro, por el contrario, vuelve la espalda al rigor y a lo previsto. A Paquirri le resulta poco menos que imposible retener la travesura de los duendes con el consabido ritmo de su regularidad. De Manolo se recuerdan las faenas. De Curro Romero se evoca siempre el esplendor de un momento y el aroma de los detalles. Francisco Rivera Paquirri se queda en la memoria como una borrasca de poderío en la alta mar del ruedo. Para hacer el toreo de Manolo se requiere la parsimoniosa serenidad de lo solemne. Para alcanzar el insólito brillo de un Curro hay que exponerse a rozar, en innumerables ocasiones, el desmadejamiento risible de lo grotesco. Para llegar a guasearse así de las embestidas hace falta contar con la atlética valentía de Paquirri.

José María Requena es novelista, autor de El cuajarón.

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