Tribuna:10 años de la muerte del autor del 'Guernica'

Retrato de Picasso

Retratar a Picasso parece que fuera un género e n sí mismo, un género dentro de un género, al menos, del género del retrato fotográfico, más instantánea que estudio, y probablemente porque al estudio, o al montaje emparentado con el de estudio, no se dejase arrastrar el objeto / sujeto del género.Sin llegar al virtuosismo elusivo de aquel genio de la literatura narrativa y de la imagen -de la no imagen, para ser más precisos- que fue el alemán, o noruego, o norteamericano y, sin duda, mexicano B. Traven, Picasso desde que pudo permitírselo, fue hombre de difícil acceso, aunque no imposible ni ...

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Retratar a Picasso parece que fuera un género e n sí mismo, un género dentro de un género, al menos, del género del retrato fotográfico, más instantánea que estudio, y probablemente porque al estudio, o al montaje emparentado con el de estudio, no se dejase arrastrar el objeto / sujeto del género.Sin llegar al virtuosismo elusivo de aquel genio de la literatura narrativa y de la imagen -de la no imagen, para ser más precisos- que fue el alemán, o noruego, o norteamericano y, sin duda, mexicano B. Traven, Picasso desde que pudo permitírselo, fue hombre de difícil acceso, aunque no imposible ni antinatural. Y, aun así, la figura del pintor fotográfico está en la mente de todos; todos lo hemos visto decenas de veces, centenares, quizá, y a nadie se le olvida ese rostro tan asombrosamente vivo, tan permanentemente intenso: el sueño del retratista.

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De ahí que todos hayan querido tomar esos retratos y que haya tantos tan buenos: desde los anónimos del niño y del adolescente, del joven Picasso en Barcelona, en París, a la serie riquísima del Picasso octogenario que lograra durante años Roberto Otero; los ojos, los ojos increíbles de Picasso se han grabado definitivamente en todos los ciudadanos del mundo porque seguramente se habían grabado en quienes no vieron otra solución que retratarlos, desde aquel compañero de estudios en la Lonja llamado Rius, que pintó, siendo chiquillos, a su amigo, todo ojos, a la hermosa fotografía de Vidal Ventosa de 1906 en la que Picasso nos mira, flanqueado por Fernanda Olivier y Ramón Reventós, con una mirada y una expresión casi idéntica a la que nos contempla -porque ése es el secreto: cuando miramos a Picasso, las imágenes de Picasso, siempre parece que es él, que son ellas quienes miran y nos hacen pasar de sujeto a objeto- desde la cubierta del libro de Roberto Otero, que acaba de publicar el Ayuntamiento de Barcelona como catálogo o complemento de la exposición que se presenta actualmente en el Museo Picasso: Retrat de Picasso. Fotografies de Roberto Otero.

La fascinación de una mirada

El mismo pintor debió sentir la fascinación plástica de su propia mirada y fue él, ciertamente, el origen de tan obsesiva búsqueda por captar el secreto de esa intensidad vital convirtiéndose en sujeto de su objetivo y en objetivo de su subjetividad. Picasso es el pintor de los autorretratos, el pintor que se pintaba incansablemente a sí mismo, sobre todo en los primeros años. Rafael Alberti sintió la fascinación plástica de esa mirada, y su poema, y su libro de bellos grabados, se llamó, le llama, Los ojos de Picasso. Irving Penn, el fotógrafo de Nueva Jersey, sintió la fascinación plástica de esa mirada, y en el Museo Ludwig, de Colonia, se guarda una impresionante fotografía suya en la que los ojos -casi, el ojo- de Picasso nos miran entre el ala baja de un sombrero y el suelo de una capa. En Los panes de Picasso, de Robert Doisneau, los ojos, que no nos miran, centran todo el retrato, pese a la estudiada composición. Y así, Lucien Clergue, Man Ray y su asistente Bernice Abbott, Edward Quinn...

El triunfo de las imágenes de Roberto Otero es la naturalidad, la cotidianidad. Picasso raramente mira a la cámara; raramente, por tanto, nos mira y nos vuelve intransitivos, por así decir, cierra el complemento directo, permitiéndonos, en cambio, contemplarle a él, seguirle, observarle, entenderle. Es un Picasso trabajador, familiar, humano, que deambula por la casa o el jardín, que va a los toros, que mueve cuadros, que pinta cerámicas, que charla con los amigos, que reposa con la familia, que gasta bromas, que piensa, que ríe. Hace unos años (1975), Otero publicó un libro en Nueva York, Forever Picasso -cuya edición española, Lejos de España, tuvo una difusión inadecuada-, donde aparecían algunas de las fotografías que se exhiben en Barcelona y otras más, así como unos textos, paralelos a los de ahora, que, en conjunto, y unidos a los muchos otros testimonios gráficos y verbales que el autor posee, retratan verdaderamente al gran pintor malagueño: es su retrato auténtico, no el retrato que forma parte de ese género que es el retrato de Picasso y del que el ejemplo máximo sería, ciertamente, el trabajo de David Douglas Duncan: el personaje, no la persona.

Duncan tomó muchas fotografías de Picasso, pero siempre, o casi siempre, es un Picasso haciendo no ya de Picasso, sino de lo que Duncan creía que era Picasso, a través de la incomunicabilidad de una falta de idioma común para entenderse y que llevaba al pintor a disfrazarse literal y figurad.amente para establecer una relación -que, por otra parte, no pasó de pocas semanas- con el fotógrafo. Las fotografías de Otero, en cambio, son de reportaje, casi siempre en consecuencia, y nos cuentan, así, la anécdota y la vida. En Retrato de Picasso se ve y se lee un sucedido que ilustra la relación del pintor con Duncan, a través de otros personajes con quienes tampoco podía hablar, por falta de lengua común: es la visita que le hacen Edward Steichen, el viejo gran fotógrafo y amigo de los tiempos de París, de los primeros tiempos -Steichen montó la primera exposición de Picasso en Nueva York, de dibujos, en 1911-, junto al millonario Joseph Hirshhorn, creador del museo de su nombre en Washington; Hirshhorn. quiere comprarle una escultura que Picasso no vende, y como no se entienden con palabras, es todo un juego mímico en el que Hirshhorn le va dando cuanto tiene (chaqueta, corbata, pañuelo, esposa) a cambio de la escultura, inútilmente.

Frente a la imposibilidad de comunicarse, Otero se entiende perfectamente con el artista y puede hablar con él, pero también escucharle, observarle, anotar y retratar su mundo. Como Brassaï muchos años antes, en las décadas de los 30 y primeros de los 40, consigue transmitirnos la verdad del hombre y de su entorno, en conversaciones y en imágenes auténticas, íntimas e inmediatas, quizá más íntimas e inmediatas que las del húngaro, más envolventes en cualquier caso. Y la imbricación de palabras e imagen -que muy acertadamente se ha procurado mantener en la exposición del Museo Picasso, donde quedará la muestra, o parte de ella, como fondo-, perfectas, transmite una riqueza hasta ahora inigualada y que desde luego, y por desgracia, es también ya inigualable. Si acaso, mejorable o complementable si llegasen a publicarse cuantas fotografías y notas parece ser que tiene aún inéditas Roberto Otero.

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