Tribuna:

Uruguay

A la chica le ha resultado fatal el viaje. Ha sido preciso ingresarla en el hospital, en estado inconsciente, tras haber ingerido una sobredosis de LSD. La vista, el olfato y el oído carecen de reflejos; se expresa con sonidos guturales y sus extremidades se contraen sin sentido, pues la droga ha afectado las células nobles del cerebro. Los médicos diagnostican que, antes de morir, la muchacha se mantendrá en estado de coma durante unos meses.El episodio -metáfora abominable- sirve para calificar a quienes, desde el apoyo a la dictadura militar y sin conocer al pueblo uruguayo, vaticina...

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A la chica le ha resultado fatal el viaje. Ha sido preciso ingresarla en el hospital, en estado inconsciente, tras haber ingerido una sobredosis de LSD. La vista, el olfato y el oído carecen de reflejos; se expresa con sonidos guturales y sus extremidades se contraen sin sentido, pues la droga ha afectado las células nobles del cerebro. Los médicos diagnostican que, antes de morir, la muchacha se mantendrá en estado de coma durante unos meses.El episodio -metáfora abominable- sirve para calificar a quienes, desde el apoyo a la dictadura militar y sin conocer al pueblo uruguayo, vaticinaron que esta vez (28 de noviembre de 1982) sí ganarían las elecciones las fuerzas políticas apoyadas por la represión. Y es que, si existiesen psicoanalistas para países, Uruguay debería tumbarse sobre un sofá y musitar lentamente los recuerdos de la perdida libertad.

La otrora banda oriental, espejo democrático donde se miraba el mundo, progresista en leyes -divorcio, gratuidad de la enseñanza en todos los niveles, separación de la Iglesia y el Estado, etcétera- y europeizada de lo bueno de Europa, tuvo que claudicar en su marcha ya en la década de los cincuenta. Después, tupamaros incluidos, transita entre la diáspora y la crisis económica hasta que en la noche del 29 de noviembre le llega la hora de la verdad. El pueblo cumplió y la lucha comienza.

"El país-esquina, con vista al mar", como lo definió uno de sus poetas, Uruguay es en la actualidad una resquebrajada y estúpida superestructura militar aplicada a reprimir los derechos cívicos y humanos. El país ha dejado de ser un Estado para convertirse en un generador de atropellos, tantos que se necesitaría una sofisticada computadora para registrarlos. Si. se señalan las abismales distancias entre los demócratas y los militares, lo único que se hace es aceptar una rutina; hay que convenir que son dos planteamientos antagónicos, dos mentalidades en disputa; pero los dueños de los cañones, en vez de seguir la Ilegitimidad de las leyes, prefieren el empleo de la dilación, el retoque de un decreto o los cambios de planes.

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Una fecha es clave -noviembre de 1971 - para dar cuenta del vuelco inesperado del acontecer político uruguayo. Ya no se trataba de cambiar el retrato de José Batlle y Ordóñez (Partido Colorado) por el de Luis Alberto Herrera (Partido Blanco), sino que en ese preciso momento lo que se cuestionaba era la bipolarización Política establecida por un largo siglo de hegemonía colorada, con los blancos siempre en el furgón de cola, ocasionalmente con el mando a partir de Benito Nardone. La aparición de una nueva agrupación flotaba en las calles de Montevideo, en los rostros marcados a fuego por la preocupación de estirar el sueldo hasta final de mes, en la contenida rabia que se vuelca en el apoyo del pueblo a unos adolescentes que peleaban en las calles contra la policía.

Existe un hito en la cronología de Uruguay que fija el nacimiento del cambio. Esa fecha es el 26 de marzo de 1971, cuando, partiendo de la plaza de Cagancha, se reúne, en pleno centro de Montevideo, la mayor cantidad de ciudadanos que jamás había asistido a un acto político. Delante de la tribuna del Frente Amplio, recién inaugurado, más de 200.000 personas justificaron con su presencia la adhesión a quienes, tras cuatro meses de difíciles negociaciones, pusieron de acuerdo a blancos, colorados, trotskistas, democristianos, socialistas, liberales e independientes. La cuña en el país rompía con el tradicionalismo -"colorados versus blancos, Peñarol versus nacional"-, ofreciendo una opción que no constaba en los manuales de uso. Para los dirigentes que condujeron la vida fetal del acuerdo, la fecha es el inicio de otra historia que comenzó entre bombos, esperanza y alegría y hoy perdura en la vergüenza: la consolidación del general Liber Seregni, demócrata indestructible, como líder nacional. Quienes compartieron con él esa noche cargada de abrazos y presagios han recordado el impacto que la fe de la multitud produjo al ex comandante de la Región Militar I, la más poderosa de Uruguay. "El y nosotros teníamos algo de temor", contó alguna vez el senador Zelmar Michelini, joven cargado de hijos, bohemio, sueño nocturno de féminas juveniles y veteranas, defensor de causas perdidas, alternador de proletarios mostradores alcohólicos; admirador, por estética, de las cuatro patas de un pura sangre, martillo y yunque de quienes, desde el palacio legislativo, querían avasallar al hombre, a cualquier hombre, y, finalmente, asesinado miserablemente en Buenos Aires por unos esbirros teledirigidos. "El y nosotros", repito a Michelini, "teníamos algo de temor, porque hasta ese momento éramos pocos, muy pocos, los que conocíamos al general. Sin embargo, esa noche le conoció todo el país y él asumió, con el mismo gesto de serenidad con que aceptó la candidatura del Frente Amplio, el papel que le exigía tan dura circunstancia".

Hoy, Uruguay continúa ocupado. Los militares, al conducir el proceso represivo, creyeron apostar sobre seguro: el uruguayo es hombre de paz, liberal en lo profundo, amante del orden antes que del cambio brusco. Pero los militares se equivocaron, porque todo eso es cierto, pero no lo es menos que también rechaza la desorientación política, las campañas reeleccionistas, los operativos rastrillo y tenaza a cargo de los uniformes, la fuga masiva de divisas, las quiebras comerciales y el imperio de los feudos oligárquicos.

Las salpicaduras que dejará la entronización de los militares de ninguna manera conseguirán alterar la irrenunciable vocación democrática de un país entrañable, laico y moderno, que alguna vez mereció el nombre de "Atenas del Plata" y que ahora tiene que sufrir la afrenta de comprobar de qué manera ha sido usurpado el sillón de Oribe y Rivera.

Tras una pesadilla así, resulta extraño que la chica todavía no se haya muerto.

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