Tribuna:

Ideologías y realidades: México y Estados Unidos

Cruzar la frontera entre los dos países es cambiar de civilización. Los norteamericanos son hijos de la reforma y sus orígenes son los del mundo moderno; los mexicanos somos hijos del Imperio español, campeón de la contrarreforma, un movimiento que se opuso a la modernidad naciente y fracasó en su empeño. Nuestras actitudes frente al tiempo expresan con claridad nuestras diferencias: los norteamericanos sobrevaloran al futuro y veneran al cambio; los mexicanos nos aferramos, a imagen de nuestras pirámides y catedrales, a valores que suponemos inmutables y a símbolos que, como la Virgen de Guad...

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Cruzar la frontera entre los dos países es cambiar de civilización. Los norteamericanos son hijos de la reforma y sus orígenes son los del mundo moderno; los mexicanos somos hijos del Imperio español, campeón de la contrarreforma, un movimiento que se opuso a la modernidad naciente y fracasó en su empeño. Nuestras actitudes frente al tiempo expresan con claridad nuestras diferencias: los norteamericanos sobrevaloran al futuro y veneran al cambio; los mexicanos nos aferramos, a imagen de nuestras pirámides y catedrales, a valores que suponemos inmutables y a símbolos que, como la Virgen de Guadalupe, encarnan la permanencia. Sin embargo, como un contrapeso al culto inmoderado del futuro, los norteamericanos buscan contiuamente sus raíces y sus orígenes; los mexicanos, en dirección opuesta, buscamos modernizar a nuestro país y abrirlo al futuro. La historia de México, desde finales del siglo XVIII, ha sido la de la lucha por la modernización. Una lucha con frecuencia trágica y no pocas veces infructuosa. Ignorar esto es ignorar lo que es el México contemporáneo, con los altibajos de su economía y el zigzag continuo de su sistema político.Desde el principio, los mexicanos percibieron las diferencias, materiales y psicológicas, que les separan de los norteamericanos. También desde el principio las interpretaciones de esas diferencias han sido míticas y han ido de la admiración ciega a la no enos ciega repulsión. Durante el siglo XIX los liberales mexicanos vieron en la democracia norteamericana, no sin razón, el arquetipo de la modernidad. Esa admiración les llevó a adoptar el sistema norteamericano democrático, republicano y federal. El intento fracasó, en parte, porque México había sido durante tres siglos una monarquía católica; ni su pueblo ni sus dirigentes habían experimentado la gran revolución espiritual, política y económica con que comienza la modernidad. Quisimos saltar de la sociedad tradicional a la moderna sin contar con las clases sociales -burguesía y clase media- ni con los elementos intelectuales y técnicos que habían hecho posible el cambio en Europa y en Estados Unidos.

La República, pura y geométrica, de Juárez se quebró frente a la terca realidad. La sustituyó un régimen de compromiso: una dictadura liberal que duró treinta años y que fue una suerte de "despotismo ilustrado". Contra ese régimen se levantó la nación en 19 10. Veinte años más tarde los revolucionarios se vieron obligados a encontrar un nuevo compromiso entre la dictadura y la anarquía; así nació el partido que, con distintos nombres, gobierna el país desde hace medio siglo. Algo ganamos: la democracia se ha convertido en una de las metas históricas del, pueblo mexicano.

Modernización

El término "modernización" ha sido y es, para la mayoría de los mexicanos, sinónimo de democracia. Cuando algunos decimos que nuestra modernidad es incompleta, no aludimos sólo a nuestro insuficiente desarrollo económico y técnico, sino a las graves imperfecciones de nuestro sistema político. Los logros del sistema son innegables y entre ellos hay que mencionar, en primer término, la continuidad y la estabilidad. Al mismo tiempo, ha sido el primer causante de la corrupción general y se ha convertido en un obstáculo para la verdadera modernización. Una democracia auténtica se funda en la rotación en el poder de partidos, hombres, ideas y programas.

La aversión hacia Estados Unidos fue, durante el siglo pasado, un sentimiento compartido por todos los conservadores y los nostálgicos del viejo orden español. Sin embargo, este sentimiento ha cambiado de bando y de coloración: ahora son los revolucionarios los que les han declarado una inflexible antipatía. Es explicable: es una reacción natural ante la política de expansión y dominación de Estados Unidos en México. Una política que, desde mediados del siglo pasado, ha oscilado entre el bigstick del primer Roosevelt y el bening neglect de Kissinger. En ella aparece la misma contradicción de las dos repúblicas imperiales de la antigüedad, Atenas y Roma: democracia dentro e imperio fuera.

Por desgracia, muchos antiimperialistas mexicanos y latinoamericanos, fascinados por la ideología del "socialismo" totalitario han olvidado sus orígenes democráticos. Así, lo que une muchas veces a los conservadores de ayer con los radicales de hoy no es únicamente el justificado antiimperialismo, sino el temple autoritario y antidemocrático. En la clase media mexicana, semillero de nuestros gobernantes, es corriente la amalgama de los sentimientos conservadores de los criollos del siglo XIX con la difusa ideología antiimperialista del XX. Las creencias tradicionales, heredadas de la aristocracia criolla, son la base psicológica inconsciente y el alimento secreto de las modernas ideologías autoritarias de muchos intelectuales y políticos mexicanos. Es un ejemplo más de "modernidad" incompleta, inauténtica.

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Ignorancia y arrogancia

No es exagerado decir que dos hermanas gemelas, ignorancia y arrogancia, definen la actitud norteamericana hacia México. Las excepciones han sido unos cuantos hombres lúcidos y generosos y un puñado de poetas, historiadores, pedagogos, científicos, humanistas. Ni unos ni otros han influido apreciablemente en la opinión popular y menos aún en el Gobierno de Washington. Es lamentable: la perpetuación de esa actitud es y será funesta para Estados Unidos y para todo el continente. Apenas si es necesario recordar el episodio de Castro, al que Washington empujó hacia Moscú. (O le dio el pretexto para caer en sus brazos.) Sin disparar un tiro, la Unión Soviética logró lo que no consiguieron Napoleón III en el siglo XIX y Guillermo II en el XX: una base política y militar en tierras de América.

La presencia rusa en Cuba significa el fin de la doctrina Monroe; nuestro continente ha vuelto a ser, como en los siglos XVI y XVII, uno de los teatros en que combaten por la supremacía las grandes potencias. Ante esta nueva situación, los Gobiernos norteamericanos han intentado diseñar una nueva política latinoamericana; no lo han conseguido y han repetido los viejos errores. También hay que aplicar esta crítica, aunque en sentido opuesto, a los antiimperialistas latinoamericanos: el ejemplo de la Cuba de Castro, convertida en un "socialismo de cuartel" -como llamaba Engels a la Alemania de Bismarck- dependiente de Moscú como nunca lo fuera Batista de Washington, debería abrirles los ojos.

La política de México en América Central ha tenido siempre por objeto contener o limitar las intervenciones de Estados Unidos. Ahora, en las cambiadas circunstancias de esa región, sin renunciar a los principios de no intervención y de autodeterminación, que han sido nuestro escudo jurídico, debemos tener en cuenta la presencia activa de la Unión Soviética a través de Cuba. La lucha de los pueblos centroamericanos contra las dictaduras militares y las oligarquías reaccionarias es justa, pero sería desastroso que, como ha ocurrido en Nicaragua, los movimientos populares fuesen confiscados por minorías empeñadas en implantar en esas tierras dictaduras burocrático-militares a la cubana. La instauración de regímenes de ese tipo en América Central no sería el preludio de la reunificación de las seis repúblicas sino, por la explosiva combinación de nacionalismo y mesianismo revolucionario, el comienzo de nuevas guerras intestinas, como en Indochina. El marxismo-leninismo no ha sido una vacuna contra la infección nacionalista sino un estimulante. Así, tanto por consideraciones de seguridad nacional como por lealtad a los principios democráticos, nuestra política debe favorecer en América Central a aquellos movimientos que propugnen por cambios sociales sin renunciar a la democracia, al pluralismo.

Defender la democracia

Uno de los mejores momentos de las relaciones entre México y Estados Unidos fue el período en que gobernaron, en sus respectivos países, Roosevelt y Cárdenas. En México hubo grandes cambios sociales pero el Gobierno norteamericano, aunque a veces sin ocultar su inquietud, como en el caso de la nacionalización del petróleo, respetó esas decisiones. Contribuyó a esta armonía la coincidencia de los puntos de vista de los dos presidentes en materia internacional: para ambos era primordial la defensa de la democracia frente a Hitler y Mussolini. Las circunstancias son hoy distintas pero los principios en que se fundó la buena relación siguen vigentes: respeto por la independencia de México, tolerancia frente a la necesaria y casi siempre saludable diversidad de puntos de vista, fidelidad de ambas partes a los intereses de la democracia. El caso de España puede servir de inspiración a los norteamericanos y a los mexicanos: la victoria de los socialistas ha sido, sobre todo, una victoria de la democracia española, contra el pasado de ese país y, simbólicamente, contra el presente de la mayoría de las naciones descendientes de España. El socialismo, el verdadero, no es enemigo de la democracia.

Las ideologías ocultan a la realidad pero no la hacen desaparecer; un día u otro la realidad desgarra los velos y reaparece. Su reaparición es, muchas veces, una venganza. Ojalá que la realidad no se vengue de Estados Unidos y de México. Las ideologías en que se debaten son, en gran parte, irreales; los problemas que afrontan son reales y reclaman una acción inmediata y conjunta. Uno de ellos, vital, es el de los inmigrantes mexicanos, que por un eufemismo se llama "indocumentados". Es claro que es un problema común. Si es cierto que los mexicanos, obligados por la pobreza, emigran a Estados Unidos en busca de trabajo, también es cierto que lo encuentran en ese país (sin desalojar, además, a los trabajadores norteamericanos). La emigración sería inexplicable si no existiese en Estados Unidos una oferta de trabajo para los mexicanos. También es claro que la solución del problema no consiste en levantar murallas de China a lo largo de unas 1.300 millas de frontera.

Un problema que parece exclusivamente mexicano pero que, para bien o para mal, afectará fatalmente a Estados Unidos, es la desastrosa situación financiera de México. Sin minimizar la adversa influencia de la situación económica internacional, la responsabilidad primordial corresponde al Gobierno saliente y, subsidiariamente, a los mexicanos todos, que no hemos sabido o podido establecer órganos de control y de opinión capaces de influir en la marcha del Gobierno y detener políticas aventuradas y aventureras. Al mismo tiempo, Estados Unidos no puede ser insensible a la situación de México (y de toda la América Latina) sin exponerse a una catástrofe social y política. Esto es algo que los norteamericanos y los mexicanos no deberían olvidar jamás las ideologías dividen, las realidades unen o destruyen.

Comprensión e independencia

El nuevo presidente de México, Miguel de la Madrid, fue electo por una amplia mayoría en unas elecciones limpias. Es joven y está rodeado de jóvenes. Es un equipo mucho menos tocado por la ideología que los de los sexenios anteriores. Casi todos ellos, comenzando por el presidente, completaron sus estudios universitarios en Estados Unidos, de modo que tienen una experiencia directa de la vida norteamericana. Todo esto favorece el diálogo entre el Gobierno mexicano y el norteamericano. Pero Washington no debe buscar ni esperar docilidad sino comprensión e independencia.

Uno de los temas de Miguel de la Madrid, en coincidencia con Felipe González, es la renovación moral. Es la condición de nuestra resurrección económica. La lucha contra el patrimonialismo, la venalidad y el nepotismo exige, a su vez, el pluralismo, la devolución a las provincias de lo que el poder central les ha arrebatado, hacer realidad al fin la independencia de los poderes legislativo y judicial, fortificar a la sociedad frente al Estado y transformar al mastodonte gubernamental en una criatura humana. Es una tarea que merece la simpatía -que no excluye, sino requiere la crítica- de los mexicanos. También de los norteamericanos. La comprensión entre los pueblos de México y Estados Unidos es más importante y urgente que entre nuestros Gobiernos. En esta tarea los escritores de uno y otro lado de la frontera tienen una responsabilidad especial. Hay que ser dignos de ella.

Octavio Paz es escritor. Premio Cervantes 1981.

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