Tribuna:

Seregni otra vez

Han transcurrido exactamente tres años desde mi llamamiento a una movilización de los medios informativos y presión de los partidos democráticos españoles en favor del líder del Frente Amplio uruguayo, el general Líber Seregni, a quien corresponde hoy, probablemente, tras la liberación de Ahmed Ben Bella, el triste privilegio de ser uno de los prisioneros de conciencia más célebres y antiguos del mundo. Desde entonces, mientras las matanzas organizadas de campesinos indios en Guatemala y El Salvador, cementerios clandestinos de desaparecidos víctimas de la Junta Militar argentina y ubue...

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Han transcurrido exactamente tres años desde mi llamamiento a una movilización de los medios informativos y presión de los partidos democráticos españoles en favor del líder del Frente Amplio uruguayo, el general Líber Seregni, a quien corresponde hoy, probablemente, tras la liberación de Ahmed Ben Bella, el triste privilegio de ser uno de los prisioneros de conciencia más célebres y antiguos del mundo. Desde entonces, mientras las matanzas organizadas de campesinos indios en Guatemala y El Salvador, cementerios clandestinos de desaparecidos víctimas de la Junta Militar argentina y ubuescas hazañas y declaraciones de Pinochet centran y acaparan la indignación de la opinión pública, la actuación no menos brillante de las Fuerzas Armadas uruguayas, convertidas en los últimos nueve años en un verdadero ejército de ocupación de su propio país, ha merecido un tratamiento mucho más discreto. Por una serie de razones e imponderables, la feroz dictadura militar de Montevideo ha dejado de ser noticia para transformarse en rutina. Tras dicha circunspección y reserva, tiende a acreditarse poco a poco la idea de que la situación reinante en Uruguay se halla en vías de arreglo y los excesos de la pasada década -encaminados, no hay que olvidarlo, "a preservar la democracia"- han sido saludablemente "corregidos".De creer, por ejemplo, al informe anual sobre el respeto de los derechos humanos correspondiente a 1981, sometido por el Departamento de Estado al Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes y el Senado estadounidenses, el estado de tales derechos en este período habría "seguido mejorando": el Gobierno uruguayo, asegura, ha anunciado un plan para la restauración gradual de la democracia; numerosos líderes políticos han recuperado sus derechos cívicos; el poder redacta una nueva Constitución para ser refrendada en 1984 y el número de presos políticos habría disminuido; los casos de tortura y desapariciones serían igualmente inferiores a los denunciados en el decenio anterior. Rematando este cuadro un tanto optimista y risueño, sus autores afirman, con serenidad imperturbable, que el ciudadano uruguayo disfruta de una renta per cápita notablemente elevada y distribuida con mayor nivelación y justicia "que en la mayoría de los países industriales de Occidente". Pero, mientras la pastoral de la Iglesia uruguaya del presente año desmiente de modo rotundo la reactivación económica y nivelación social evocadas en el informe, subrayando, al contrario, el "desequilibrio que acentúa las diferencias sociales" y conduce a "la degradación del sujeto de trabajo, la explotación de los trabajadores y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre", las puntualizaciones críticas al citado documento del Draft Report del Americas Watch prueban, punto por punto, que la supuesta mejora de los derechos humanos no tiene en cuenta la escueta y brutal realidad de los hechos: solamente en octubre y noviembre del p asado año las fuerzas de seguridad uruguayas detuvieron sin orden judicial ni acusación alguna a 160 personas, la mayoría de las cuales ha engrosado la ya larga lista de desaparecidos; tanto Amnistía Internacional como la Comisión Internacional de Juristas señalan que la tortura es aún una "práctica sistemática en Uruguay"; las condiciones de detención en las cárceles y represión de los movimientos políticos y sindicales siguen las pautas establecidas desde el golpe anticonstitucional de 1973. Muy significativamente, al establecer su cuadro clínico del paciente uruguayo en trance de recuperarse, el informe del Departamento de Estado omite toda referencia al caso Seregni: el ex candidato presidencial del Frente Amplio, condenado a catorce años de prisión después de una parodia de proceso, no parece haber interesado a sus confiados y boyantes redactores, más atentos sin duda a las exigencias de la estrategia de confrontación mundial de Reagan que a los derechos humanos, políticos y sociales reinantes en los países examinados.

Líber Seregni no es con todo, ni siquiera en Estados Unidos, un ilustre desconocido, y si su caso merece ser destacado de nuevo, ello se debe no tanto a su impecable historial democrático como al hecho de que simboliza y sirve de ejemplo al de millares de presos y desaparecidos de su país y ese medio millón de exiliados que, como él, viven en larga espera, a fuerza de recuerdos" (Luis Cernuda).

Seregni -a quien sus futuros jueces llegarían a echar en cara su vieja amistad con un coronel manchado con la infamia de haber ido a luchar en su juventud "contra la revolución nacional del general Franco"-

ha conocido el régimen habitual de los internados del Cono Sur: malos tratos, golpes, plantón, encapuchamiento, privación de sueño.

Desde entonces, Seregni se pudre entre las cuatro paredes de una celda de la Jefatura Central de Policía de Montevideo.

La petición de habeas corpus, dirigida al presidente del Supremo Tribunal Militar, con el aval de numerosas personalidades políticas y juristas del mundo entero, muestra, de manera irrefutable, la carencia total de bases jurídicas de la sentencia condenatoria: esta última es, en efecto, un acto exclusivamente político, no una decisión de orden jurisdiccional.

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La supuesta "irrespetuosidad" de Seregni tocante a sus superiores se apoya tan sólo en sus discursos electorales contra el candidato rival: el entonces presidente Pacheco, jefe supremo, asimismo, en razón del cargo, de las Fuerzas Armadas. Su presunto "atentado a la Constitución" no es sino su clara y valiente defensa de ésta contra un golpe de Estado que aboliría la ya tambaleante y precaria normalidad institucional.

El objetivo político de Seregni, proclamado desde su renuncia al mando militar en 1969, consistía en la confección de "un programa destinado a superar la crisis estructural del país, a restituirle su destino de nación independiente y reintegrar al pueblo la plenitud del ejercicio de las libertades individuales y sindicales". La paulatina degradación de la política uruguaya a causa del derrumbe económico, violencia extremista y manifiesta incapacidad operativa de un sistema anquilosado, había conducido al presidente electo a entregar defacto el poder a los militares del ala dura, a fin "de garantizar el orden y la defensa de los valores occidentales y cristianos". En realidad, como había denunciado Seregni, con el pretexto de defender la democracia, el Gobierno la estaba arrasando; para preservar las libertades públicas, había acabado con ellas. En virtud de esa monstruosa perversión del lenguaje común a todos los sistemas totalitarios de derecha e izquierda -los españoles gozamos de una triste la materia-, las experiencia en palabras utilizadas para condenar su acción terminarían expresando lo contrario de cuanto originariamente significan: algo así como si el nuevo diccionario político para uso de demócratas hubiera sido redactado por académicos tan eximios como Franco, Pinochet o el bizarro coronel Tejero.

El reciente coloquio internacíonal celebrado en Bruselas para la liberación incondicional de Seregni y el fracaso estrepitoso de los cómplices del poder en las elecciones controladas uruguayas del pasado 28 de noviembre muestran que la oposición interior y exterior al régimen de los espadones se mantiene viva. La entrada en funciones del nuevo Gobierno socialista en España nos permite esperar una postura firme y resuelta del mismo en defensa de los derechos humanos y legalidad democrática que el líder del Frente Amplio encarna en su país: el sector mayoritario de nuestra sociedad que ha apoyado su programa electoral de cambio tiene el derecho y deber de exigirle acciones y medidas concretas más allá de las buenas palabras.

Juan Goytisolo es escritor.

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