Editorial:

La industria y la energía

EN 1979, cuando la pasada legislatura quedó inaugurada, el sector secundario de la economía española arrastraba, prácticamente intactos, todos los vicios heredados del concepto de desarrollismo triunfalista que estuvo de moda a lo largo de los primeros años de la década. Ningún Gobierno se había atrevido a afrontar las reformas necesarias, temiendo, quizá acertadamente, que hacer coincidir la transformación política con la económica era un plato demasiado fuerte para un país con un tejido social y económico endeble.La aprobación de la primera Constitución democrática debía dejar al primer Gobi...

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EN 1979, cuando la pasada legislatura quedó inaugurada, el sector secundario de la economía española arrastraba, prácticamente intactos, todos los vicios heredados del concepto de desarrollismo triunfalista que estuvo de moda a lo largo de los primeros años de la década. Ningún Gobierno se había atrevido a afrontar las reformas necesarias, temiendo, quizá acertadamente, que hacer coincidir la transformación política con la económica era un plato demasiado fuerte para un país con un tejido social y económico endeble.La aprobación de la primera Constitución democrática debía dejar al primer Gobierno que resultó de las elecciones de 1979 con las manos libres para iniciar una labor en el frente económico que, indudablemente, se planteaba con un retraso excesivo y con unas lacras agravadas por la desafortunada idea de los Gobiernos del dictador respecto al hecho de que la crisis del petróleo de 1974 había sido meramente coyuntural y podía puentearse con medidas de corte no estructural.

Pese a que, de alguna forma, los pactos de la Moncloa habían sentado, en 1977, las bases para una política de concertación con los sindicatos, fundamental para llevar a buen fin una tarea de envergadura, como era la adaptación de la industria española a las nuevas realidades, las enormes dudas y presiones a las que estuvo sometido el Gobierno en aquellas fechas impidieron que la política industrial requerida se afrontara coherentemente.

Así se explica que el gradualismo en el proceso de reforma económica que el entonces vicepresidente del Gobiemo, Fernando Abril Martorell, trató de llevar a cabo concluyera haciendo agua y se convirtiera en un incesante e incongruente goteo de ayudas financieras a las empresas que más aireaban sus problemas ante la Administración. Así se explica la dimisión del tándem Carlos Bustelo-Juan Antonio García Díez de sus respectivas carteras (Industria y Comercio) en unos momentos en que el Gobierno se mostraba indeciso a la hora de afrontar la pendiente reconversión industrial.

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A partir de entonces, el Gobierno resultante de la crisis de mayo de 1980 se decidió por una vía que quedó personalizada, con la lejana aunque constante oposición del Ministerio de Economía y de la presidencia del Instituto Nacional de Industria (INI), en el nuevo titular de la cartera, Ignacio Bayón, un hombre de distinta extracción ideológica y profesional al que luego se convertiría en vicepresidente del Gobierno para Asuntos Económicos, García Díez.

La reconversión industrial de Bayón, base de lo que tenía que ser la política de adaptación de nuestra industria básica a la nueva competitividad internacional que habían impuesto las dos sucesivas crisis del petróleo, quedó marcada así por la singular batalla interministerial que protagonizaron ambos centros de decisiones (Economía e Industria).

Legislativamente, la reconversión de Bayón ha afectado a once sectores vitales de la industria española, y su análisis definitivo quizá habrá que hacerlo no sólo cuando esté completada en sus distintas fases (reducción de plantillas, saneamiento financiero y nuevas inversiones), sino en los resultados que vaya a tener sobre las empresas afectadas. Pero, mientras tanto, es preciso reconocer como buenos los argumentos de los críticos de la reconversión bayonista que la califican como unas inyección ciega y sin contrapartidas de dinero público en empresas privadas de dudoso futuro. Baste recordar, a este respecto, el asunto Presur, cuyas secuelas sobre la siderurgia española están aún por ver.

Al margen de la reconversión, el Ministerio de Industria ha mantenido otros frentes de actuación no menos importantes. El primero es el Plan Energético Nacional (PEN), puesto en marcha con retraso, en 1979, pero cuyos resultados han sido positivos en lo que respecta a la reducción de la dependencia del petróleo y su sustitución por el carbón y otras fuentes de energía. El dinero volcado en este sector ha sido quizá el único impulso inversor que este país ha tenido en los últimos años de estancamiento económico crónico.

Pero está siendo necesaria una investigación minuciosa sobre el plan de centrales nucleares, llevado a cabo con alguna demagogia y no poca prepotencia y que amenaza con ponerse en entredicho ante los repetidos fallos de la de Almaraz. El debate sobre la energía nuclear fue desfigurado por el Gobierno y se le quiso atribuir un carácter pintoresco o marginal. Lo sucedido en la República Federal de Alemania con el partido de los verdes llevará, sin duda, a los más prudentes (o los más sinceros) a revisar algunos de sus esquemas preestablecidos al respecto. Por lo demás, las noticias de estos días sobre dificultades de primer orden en empresas de la importancia de Explosivos Río Tinto o Aluminio Español nos hablan bien expresivamente del estado de la estructura industrial que heredará el Gobierno que salga de las urnas.

Por último, un tema incipientemente tocado durante esta legislatura, pero que sin duda tendrá que ser completado por el nuevo Gobierno que surja de las próximas elecciones, es el de la innovación tecnólogica, campo donde se han puesto sólo los primeros pasos. El Plan Electrónico Nacional se encuentra en fase de redacción por un grupo de expertos y ya ha sido sometido a toda clase de presiones provinientes de los grupos privados y de las multinacionales interesadas en el sector. La oportunidad de rediseñar un modelo industrial para este país, válido para los próximos diez o veinte años, no ha sido debidamente atendida por el Gobierno, más preocupado -quizá inevitablemente- por tapar los agujeros que por el futuro a medio y largo plazo.

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