Tribuna:

Tal emblemas bizantinos

Todo hace prever un espectáculo mágico. El redondel, el círculo que delimita lo sagrado y el talante de los espectadores que cumplen mínimos y evidentes rituales: desde el sabor de los tabacos a la frase popular y sentenciosa. En una obra del marqués de Sade un personaje se llama "Lord Sange", lo que, bien mirado, no es sino el anagrama del toreo: oro, sangre y ángel. En las tres palabras se centra el enigma de un rito, que sus enemigos suelen ver como el colmo del colorinche y de la charanga. En realidad (al menos cuando se pretende pura), la lidia es otra cosa. Una sucesión de gestos y de mi...

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Todo hace prever un espectáculo mágico. El redondel, el círculo que delimita lo sagrado y el talante de los espectadores que cumplen mínimos y evidentes rituales: desde el sabor de los tabacos a la frase popular y sentenciosa. En una obra del marqués de Sade un personaje se llama "Lord Sange", lo que, bien mirado, no es sino el anagrama del toreo: oro, sangre y ángel. En las tres palabras se centra el enigma de un rito, que sus enemigos suelen ver como el colmo del colorinche y de la charanga. En realidad (al menos cuando se pretende pura), la lidia es otra cosa. Una sucesión de gestos y de minucias, un mosaico bizantino en el que cada tesela significa. El brazo que debe alargarse, tenso e indolente, mientras el toro embiste; el valor o mansedumbre del astado (tan dificil de conseguir "en su punto") y el cabrilleo de los trajes de luces al sol, que es su medio natural, o bajo los focos artificiales cuando la tarde ya cae mucho...¿Y el momento de las banderillas? ¿No hay ahí gestuarlos casi japoneses? Y como es una fiesta, cuando no pasa nada, cuando el torero es malo (o lo es el toro), el público charla, comenta y utiliza siempre un lenguaje especial, la jerga de un rito: "¡Qué bonito, cómo manda; alárgate, alárgate!". O el arábigo "olé", o el no menos frecuente "¡venga, niño!" Conjunto de rituales mínimos y significativos que en los inomentos cumbre logran la algarabía y el paroxismo. Muy pocos momentos. Porque el éxtasis -lo sagrado- no es nunca abundante, y debe merecerse.

Color de la arena

El oro: está, por supuesto, en el sol, en el color de la arena, en las lentejuelas de los trajes, en el tinte mismo de las estofas a menudo... Y es el color de la magia, del esplendor, del exceso propiamente dicho, de lo enriquecedoramente inútil, como el brillo. La sangre es la fiesta en sí. Encandila, a veces, verla brotar en borbotón, en chorro, cuando el picador retira la pica del toro, o cuando se aparta el estoque para un segundo intento de muerte. Es la embriaguez, el carmesí, color de la pasión, de la abundancia y -del sexo, que no del amor. Bien que escasamente tengan razón quienes afirman que la lidia es "sangrienta", aunque sangre haya, y aunque guste secretamente el caballo que cae al empujón del toro, o el cuerno que resbala su materia, su fuerza por la seda tensa en un momento.

Celebración del cuerpo

La sangre es -además de su obvio significado- celebración y vida. Y el ángel. El torero parece un ángel bizantino lleno de gemas y pedrería. Cuando sabe "estar" (como el joven Fernando Galindo el otro día), tiene en la juventud y en la belleza -porque ello está en el toreo, en su médula, aunque no se diga-, el ingrediente propio, mientras el lidiador semeja un san Miguel dispuesto a luchar contra el Maligno, o David -el David que imaginara Donatello-, contemplando la Cabeza cortada del goriIón filisteo. Pueden cambiar los contextos, pero imágenes y significado son lo mismo.

El ángel es la belleza, la celebración del cuerpo (como la sangre lo era de la vida), pero, además, la gracia, el toque alado, el movimiento mágico al tornar el capote al andar mirando al tendido después de una serie de pases, arrogante y absurdo... "Lord Sange", tenía razón el "divino marqués". Y es que si el toreo no es algo, es elemental o incivilizado. Es el complejo resto de un ritual, y el fruto de una civilización que entiende por "fiesta", lo que verdaderamente es: pasión, belleza, fuego y erotismo. Mitra, Bizancio, Japón... ¿Dónde está la incultura" .

Montherlant dice en Los bestiarios una frase que compendia el ansia, la búsqueda del que -acaso sin saberlo- acude por las tardes a la plaza de toros, esperando algo: "No hay más que dos cosas en la vida, el coraje y la voluptuosidad". Se podría agregar, glosándolo, que sólo nos fascina el riesgo y la belleza. Y sólo eso, quizá tan sólo eso, es vital y es civilizado.

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