Tribuna:

Monseñor Romero y los periodistas holandeses

El segundo aniversario del asesinato de monseñor Romero y la reciente muerte de los cuatro periodistas holandeses hacen recordar al autor, rector de la Universidad Centroamericana de San Salvador, la trayectoria de estos y otros hombres a los que conoció personalmente en su trayectoria de compromiso y lucha por la libertad del pueblo salvadoreño.

Marzo parece ser un mal mes para los testigos de la pasión y de la muerte del pueblo salvadoreño. El 12 de marzo de 1977 caía abatido por disparos de armas marca Mantzer, usada por la policía, el padre Rutilio Gandre, cuando iba a celebrar la E...

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El segundo aniversario del asesinato de monseñor Romero y la reciente muerte de los cuatro periodistas holandeses hacen recordar al autor, rector de la Universidad Centroamericana de San Salvador, la trayectoria de estos y otros hombres a los que conoció personalmente en su trayectoria de compromiso y lucha por la libertad del pueblo salvadoreño.

Marzo parece ser un mal mes para los testigos de la pasión y de la muerte del pueblo salvadoreño. El 12 de marzo de 1977 caía abatido por disparos de armas marca Mantzer, usada por la policía, el padre Rutilio Gandre, cuando iba a celebrar la Eucaristía en un cantón de Aguilares; el 24 de marzo de 1980 era asesinado monseñor Romero, de un tiro al corazón, mientras ofrecía el pan y el vino sobre el altar; el 17 de marzo último, entre el aniversario del padre Gandre y el de monseñor Romero, cuatro periodistas holandeses caían acribillados a tiros de M-16 y G-3, cuando proseguían su ya larga labor de años testimoniando sobre lo que está ocurriendo en América Latina y, especialmente, en El Salvador.Yo conocí personalmente durante, muchos años, al padre Gandre y a monseñor Romero, y pude comprobar su paulatino y sólido cambio en el modo de entender la evangelización y ]la promoción de la justicia. Conocí también al periodista Koos Koster, que me entrevistó para la televisión holandesa en varias ocasiones. Creo recordar que la última fue precisamente durante los funerales de monseñor Romero, interrumpidos por bombas y balas un domingo de Ramos en la catedral de :San Salvador.

Habían pasado pocos minutos desde que el estallido de varias bombas y el tronar de los disparos de los G-3, que restallaban sobre las paredes de cemento de la catedral, habían lanzado a su interior y a las calles adyacentes a miles de salvadoreños, que: asistían conmovidos, dolientes, pero pacíficos, a la función sacra, presidida por el legado pontificio Monseñor Corripio, arzobispo de México. Pasados los primeros momentos de estupor y de rabia, Koster me pidió que dijera algunas palabras ante las cámaras de la televisión holandesa. Quería transmitir el testimonio vivo de lo que estaba pasando en El Salvador.

No quiero, sin embargo, cargar este artículo de emociones personales. Quiero, más bien, poner juntos al padre Gandre, a monseñor Romero y a los periodistas holandeses (para la historia de El Salvador quedarán, en efecto, como "los periodistas holandeses", como han quedado "los curas asesinados", "las monjas americanas", "los dirigentes del FDR", "los muertos de El Despertar", "las víctimas de El Sumpul"..., tantos y tantos grupos caídos por la misma causa y abatidos por las mismas balas, que han escondido su nombre personal tras la categoría de una misión y de una pasión singulares). Porque los periodistas holandeses, monseñor Romero y tantas otras víctimas caídas en El Salvador tienen mucho de común en sus vidas y en sus muertes.

Tienen de común, ante todo, su opción y su parcialidad por el pueblo oprimido, por las mayorías populares, que han empezado a despertar de su letargo y se han organizado para recuperar lo que es suyo, aunque nunca lo hayan tenido. Los periodistas holandeses no necesitaban ir a un sitio tan conflictivo, y si optaron por ir a él, es porque pensaron que en El Salvador y en Guatemala, como antes en Nicaragua y en Chile, se está jugando el destino de lo que pueden hacer y de lo que pueden ser los pobres de la tierra. No era mera curiosidad lo que les movía: en la decisión clara de participar en el destino de unos hombres, a quienes no podían considerar ajenos, porque eran hombres y eran hombres oprimidos.

Pero esa participación era peculiar, como era peculiar la participación de monseñor Romero. Era, ante todo, una participación desinteresada, esto es, no egoísta; una participación que ponía por delante el interés del pueblo y la vida y liberación de las mayorías populares sobre sus intereses y sus vidas personales. Era también una participación desde su propia especificidad, esto es, sin olvidar lo que cada uno de ellos era, periodistas en un caso, obispo en el otro; ni el uno ni los otros eran activistas políticos y, mucho menos, hombres armados, que hicieran de la muerte el principio de la libertad.

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Por eso se explica y no se explica que fueran odiados, perseguidos y finalmente asesinados. Lo que tenía de común su vida ha acabado teniendo de común su muerte. Si hubieran querido estar con todos desde esa falsa manera de hacerlo que es pretextando no estar con ninguno; si hubieran querido colocarse más allá del bien y del mal, para poder ser escrupulosamente objetivos con la falsa objetividad de quien no se compromete, no desenmascara y no denuncia..., nada les hubiera pasado. Pero eran parciales y eran comprometidos.

Tomaron parte y compromiso en favor de la verdad y de la justicia, movidos por una inmensa misericordia y compasión, si es que damos a estas virtudes todo su alcance ético y evangélico. Pero una verdad y una justicia que se aprecian mejor y se realizan mejor insertándose en la verdad y en la justicia que hacen las mayorías populares, cuando tratan de desembarazarse de la falsedad y de la injusticia con que se les oprime y se les reprime; cuando tratan de desembarazarse, como diría san Pablo, de "aquellos que reprimen con injusticias la verdad" y de aquellos que recibirán un castigo implacable porque en su egoísmo se rebelaron contra la verdad y se afiliaron a la injusticia (Rom. 1,18 y 2,8). Por eso se explica que los falsificadores y los injustos quieran matarlos, pero no se explica que lo quieran hacer quienes dicen buscar la verdad y la justicia.

Lucha contra la injusticia

Claro está que en ese camino los periodistas holandeses, como monseñor Romero y tantos otros hombres de Iglesia, se encuentran y en algún modo coinciden con aquellas organizaciones populares que llevan el mayor peso real en la lucha contra la injusticia o, al menos, en la lucha contra el orden social que, durante decenios, ha sido la causa y la objetivación de la injusticia que se abate sobre la mayoría del pueblo salvadoreño. Por esa coinciencia parcial se les acusa de subversivos y de comunistas, de antipatriotas, de fomentadores de la violencia. Pero este es el pretexto y no la verdad.

Ni monseñor Romero, ni el padre Gandre, ni los periodistas holandeses, con Koster a la cabeza, pertenecían a ninguna de las organizaciones político-militares ni a ninguno de los partidos políticos. Su opción era parcial, pero no partidista. Pertenecían por opción personal a las mayorías populares, y deseaban y buscaban su liberación plena; en ese sentido -y sólo consecuentemente- desfavorecían a las minorías opresoras y a sus proyectos de dominación.

Y lo hacían con la palabra, con la imagen, con todo lo que estaba en sus manos. Los periodistas, para que el mundo supiese la verdad sobre El Salvador; monseñor Romero, para que su pueblo quedase iluminado y esperanzado en sus dolores y en sus esperanzas, en sus martirios y en sus victorias.

Porque de esto se trata. Se trata de encontrar y decir la verdad :sobre lo que está ocurriendo en El Salvador, y por eso, sólo por eso, de arriesgar la vida en el empeño. Una misión que, en su conjunto, los periodistas de todo el mundo, también los españoles, están realizando de manera admirable. ¿Qué sería de El Salvador, del pueblo salvadoreño exterminado, sin ese ojo abierto y activo de la Prensa, de la radio, de la televión internacionales? A pocos gremios tendrá que agradecer tanto el pueblo salvadoreño, cuando termine su calvario, como al gremio de los periodistas.

No sólo por lo que han hecho en favor de ese pueblo, sino por lo que les ha costado realizar esa tarea de testigos y anunciadores de la verdad. Los muertos de la represión hubieran sido muchos miles más, la esperanza de una salida y una solución sería hoy mucho menor, si no fuera por la presencia de los periodistas en El Salvador.

Son ya, por lo menos, nueve los periodistas muertos en El Salvador entre 1980 y 1982, además de los que han sido ametrallado, y expulsados. La mayor parte de estos muertos no es ocasionada por balas perdidas que acertaron ocasionalmente a dar en periodistas que se aproximaron imprudentemente al lugar de los enfrentamientos. La s balas les han ido a buscar a ellos directa y premeditadamente, como lo fueron en el caso de monseñor Romero, de los sacerdotes asesinados, de los maestros, de los dirigentes del FDR, de los sindicalistas, del rector de la Universidad Nacional... Son, por otra parte, las mismas balas que han dado muerte a miles de salvadoreños, y que la Asamblea General de las Naciones Unidas, la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, Amnistía Internacional... han dicho claramente de qué fusiles proceden.

Pero no es mi propósito recriminar ni denunciar. Bastante recriminación y denuncia representan los cadáveres maltratados de estos cuatro periodistas holandeses. Importa subrayar su heroísmo y, su verdad más que la cobardía y la falsedad de sus asesinos.

Ignacio Ellacuría es jesuita, rector de la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador.

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