Editorial:

Los catalanes del siglo XXI

EL ENCUENTRO de intelectuales celebrado en Sitges, bajo el patrocinio de la Generalidad de Cataluña, ha suscitado el recuerdo de las reuniones semiclandestinas de escritores castellanos y catalanes que, durante los años sesenta y comienzos de los setenta, buscaban puntos de acuerdo en su lucha contra la represión política y cultural de la dictadura. En aquella época, el carácter indivisible de la libertad era algo más que una fórmula retórica. Los intelectuales de habla castellana sabían que la recuperación de sus derechos y libertades era difícilmente disociable de las reivindicaciones autonó...

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EL ENCUENTRO de intelectuales celebrado en Sitges, bajo el patrocinio de la Generalidad de Cataluña, ha suscitado el recuerdo de las reuniones semiclandestinas de escritores castellanos y catalanes que, durante los años sesenta y comienzos de los setenta, buscaban puntos de acuerdo en su lucha contra la represión política y cultural de la dictadura. En aquella época, el carácter indivisible de la libertad era algo más que una fórmula retórica. Los intelectuales de habla castellana sabían que la recuperación de sus derechos y libertades era difícilmente disociable de las reivindicaciones autonómicas, incluidas las exigencias relativas al idioma y a la cultura, de vascos y catalanes.Los años iniciales del sistema democrático han deparado la sorpresa de que las consecuencias prácticas y concretas contenidas en aquellos planteamientos generales han suscitado, al desarrollarse, airadas críticas por parte de sectores que admitían en teoría tales premisas y que albergan, sin duda alguna, convicciones democráticas. La masiva inmigración de cientos de miles de trabajadores aragoneses, murcianos, andaluces, castellanos y extremeños ha modificado notablemente la composición demográfica de Cataluña, que no se compadece ya con los nítidos perfiles de las formulaciones nacionalistas románticas. Esos inmigrantes abandonaron sus hogares impulsados por la necesidad material y se trasladaron a Cataluña, llevando consigo su idioma y su cultura, en busca de trabajo. A la marginación de la lengua y de la cultura catalanas en la educación pública y la vida oficial, y a la castellanización forzosa impuesta por los aparatos estatales, se ha unido, así, el fenómeno social, de cientos de miles de inmigrantes de habla castellana llegados a Cataluña no como arrogantes invasores, sino como modestos trabajadores. Esa nueva realidad plantea la necesidad de conjugar, a la luz de los valores democráticos y de los principios de las libertades, la reconstrucción de Cataluña como nacionalidad histórica y la toma en consideración de transformaciones de su población durante las últimas décadas.

Las soluciones tendrán que surgir de una pragmática voluntad de resolver los problemas sobre la base de la tolerancia. Una política de asimilación forzosa de la población inmigrada, con plazos establecidos y coerción administrativa, provocaría el rechazo de cientos de miles de antiguos inmigrantes, vinculados emocional y culturalmente a su lengua materna castellana, y alimentaría, en otras partes de España, las hogueras de la intolerancia y del unitarismo. Pero el programa inverso de dividir la sociedad catalana en dos comunidades herméticamente separadas por el idioma arruinaría cualquier posibilidad de una interpenetración futura de ambas culturas que produjera, espontáneamente y a largo plazo, una realidad histórica diferente. El monolingüismo castellano de un sector de la población de Cataluña lo condenaría, por lo demás, a posiciones subalternas en la escala social y favorecería la creación de un gueto propenso a la crispación y susceptible de ser manipulado para fines oscuros por la ideología exasperada de la ultraderecha. No parece, así pues, que exista otra vía que el bilingüismo para los problemas que puedan surgir, a corto o medio plazo, como consecuencia de los distintos orígenes culturales de la población que vive de manera estable en Cataluña. Sólo así podrá fortalecerse una conciencia comunitaria que inserte en sus tradiciones no sólo la historia de Cataluña antes de la Revolución Industrial, sino también las realizaciones de la población inmigrada en lo que va de siglo. Si los españoles somos el resultado de los cruces de muchas culturas, de manera tal que los pobladores prehistóricos de la Península, los romanos, los germanos, los judíos y los árabes forman parte de nuestro árbol genealógico, los catalanes del siglo XXI serán parcialmente descendientes de los inmigrantes de habla y cultura castellanas que llegaron a su territorio en busca de trabajo, sin voluntad de conquista y con propósito de fijar en sus pueblos y ciudades un nuevo hogar.

La cuestión de la lengua, sin embargo, no puede ser medida con ese rasero demográfico. Un idioma no se altera sustancialmente en unas décadas y ni el más enloquecido defensor del esperanto podría defender la creación de un romance artificial que simbolizara lingüísticamente esa fusión de poblaciones de orígenes culturales diferentes. Como la Constitución señala, la pluralidad lingüística de España es un patrimonio que merece y exige especial respeto y protección. El castellano tiene un ámbito de trescientos millones de hablantes, es el idioma oficial del Estado y sigue siendo hegemónico en los medios de comunicación social de la propia Cataluña. El catalán, en cambio, necesita ese cuidado y fomento que, por mandato constitucional, el aparato del Estado debe prestarle. Es seguramente inevitable que la protección de la lengua catalana implique, por la propia naturaleza de las cosas y sin malignos designios de nadie, una merma de la omnipresencia del castellano en Cataluña. Y es también probable que ese fomento perjudique la situación profesional de los que hablan únicamente castellano, sobre todo si se dedican a la enseñanza o a tareas que aconsejan el uso de las dos lenguas, y que suscite reacciones emocionales adversas en las personas instaladas provisionalmente o destinadas temporalmente en Cataluña. Ahora bien, constituiría una incongruencia lógica aceptar, por un lado, la necesidad de dar "especial respeto y protección" a la lengua catalana y rechazar, por otro, las inevitables consecuencias prácticas, incluida la relativa merma del castellano en la comunidad autónoma, que esos postulados implican.

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El presidente de la Generalidad y los líderes del nacionalismo catalán moderado han dado a lo largo de los últimos años sobradas pruebas de que su proyecto histórico de reconstruir Cataluña es indisociable de una España constitucional y democrática. El encuentro de Sitges ha mostrado la voluntad de diálogo y los hábitos de tolerancia de los intelectuales de expresión catalana, incluidos aquellos que se orientan hacia un nacionalismo más emocional y romántico. El energumenismo y la violencia de grupos como Terra Lliure son fenómenos aberrantes y estrafalarios en Cataluña. Los problemas de la población de habla y cultura castellanas en la comunidad autónoma pueden y deben ser solucionados con ese mismo espíritu pragmático, tolerante y constructivo que los nacionalistas catalanes están empleando para la consolidación de la Monarquía parlamentaria y para el fortalecimiento, voluntario y electivo, de la unidad de España.

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