Editorial:

La esperanza de Ginebra

LAS CONVERSACIONES entre Estados Unidos y la URSS para el equilibrio del armamento nuclear en Europa, que comenzaron el lunes pasado en Ginebra, han levantado las esperanzas de que empiecen a reducirse las tensiones y los riesgos de guerra. Durante los últimos meses -y especialmente desde que Reagan inició una nueva política de firmeza al ocupar la Casa Blanca, en enero- ha ido creciendo la inseguridad y el miedo, y ha aparecido otra vez el pacifismo como reacción popular. Las dos potencias quieren ahora capitalizarlo. Reagan cometió el error de identificar el pacifismo con una corriente comun...

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LAS CONVERSACIONES entre Estados Unidos y la URSS para el equilibrio del armamento nuclear en Europa, que comenzaron el lunes pasado en Ginebra, han levantado las esperanzas de que empiecen a reducirse las tensiones y los riesgos de guerra. Durante los últimos meses -y especialmente desde que Reagan inició una nueva política de firmeza al ocupar la Casa Blanca, en enero- ha ido creciendo la inseguridad y el miedo, y ha aparecido otra vez el pacifismo como reacción popular. Las dos potencias quieren ahora capitalizarlo. Reagan cometió el error de identificar el pacifismo con una corriente comunista y prosoviética; error no solamente moral, sino político, porque así estaba ayudando precisamente a que la URSS apareciera como la más interesada por la paz y por el desarme. En los últimos días se ha vuelto atrás, ha hecho unas propuestas que la URSS, en principio, ha rechazado, pero ha considerado interesantes, y, al tiempo, ha emitido otras, no aceptadas por Estados Unidos, pero igualmente calificadas de interesantes por estos. En Ginebra, cada delegación va a hacer hincapié en su propio pacifismo para adoptar la imagen buena, y acusará, quizá, a la otra de falsas intenciones. Es lo habitual. Hay que esperar, sin embargo, que, por debajo de ello, trabajen las dos en un punto de concordia que permita, por lo menos, llegar a la fase siguiente -la entrevista directa entre Haig y Gromyko- y, finalmente, al diálogo personal entre Breznev y Reagan.A nadie se le oculta que la cuestión del armamento es relativamente secundaria: las armas únicamente se disparan solas en las películas o en las novelas de ficción, y aunque siempre existe una probabilidad de error, la verdad es que cuanto más potentes son estas armas y más capacitadas para provocar la gran catástrofe, más complejos son los controles con que se vigilan. La desconfianza mutua por la multiplicación -en calidad y en cantidad- del armamento consiste, sobre todo, en el miedo a que uno de los dos logre el arma ofensiva absoluta, o la capacidad de defensa absoluta, de forma que pueda destruir a la otra con el menor sufrimiento propio. Las negociaciones actuales tratan de restablecer el equilibrio en un teatro de operaciones, que es Europa. Las cifras de este equilibrio difieren y la conferencia de Ginebra no va a salvar estas diferencias fácilmente. Podría durar años, y ése sería su mejor síntoma. Pero no llegará a más de 1983: en esa fecha -dentro de la etapa presidencial de Reagan- Estados Unidos procederá a instalar sus euromisiles y toda posibilidad de acuerdo habrá concluido.

Aparte de esta cuestión de las armas en sí, y por encima de ellas, está la de la relación entre los dos imperios. Más que a un entendimientci sobre las armas se debe tender a un acuerdo global, lo que ciertamente es mucho más arduo. La sensibilidad de Reagan atribuye exclusivamente a la URSS los movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo; un mundo del que Estados Unidos está cada vez más necesitado desde un punto de vista económico.

La única y, en definitiva, triste posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo parece ser la de regresar cada blo que a sus zonas de influencia convencional y permitirse mutuamente las manos libres para actuar en su mundo. Para los europeos, especialmente interesados en la con ferencia de Ginebra, esta sería, desde luego, una salida amarga, y en realidad no sería salida alguna, sino antes bien la derrotadela causa europea. Porque la situación entre la guerra y la dependencia como alternativa está lejos de ser una disyuntiva satisfactoria. Sobre todo para los europeos del Este.

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Por eso, sin desdeñar las posibilidades de apertura que supone la conferencia de Ginebra, y más si se prolonga hasta unas conversaciones directas entre Breznev y Reagan, Europa sigue progresivamente interesada en que estos asuntos de paz y de guerra que la conciernen sean tratados en un diálogo múltiple: dentro de las Naciones Unidas y dentro de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, que se celebra ahora en Madrid. Más que humillante es inquietante y grave que el tema del armamento nuclear y de la guerra en Europa sea tratado solamente por las dos grandes potencias, con exclusión de los directamente interesados. El invento de Helsinki, en un momento más favorable de las relaciones internacionales, ha sido y está siendo bloqueado por Estados Unidos y por la URSS -al margen de sus palabras de estímulo-, precisamente por su deseo de eliminar de las decisiones a quienes consideran como sus subordinados. Ante tal planteamiento, el esfuerzo europeo debe dirigirse, pues, en dos sentidos. Presionar, primero, sobre las dos potencias mayores, para que lleguen a acuerdos de reducción de tensiones -lo cual es un reconocimiento de la realidad de la situación y una condición previa-, y reclamar, después, las reuniones múltiples y el cumplimiento de las condiciones de igualdad que se prometieron en la Carta de San Francisco, en la posguerra.

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