Editorial:

Casablanca

CASABLANCA ES una ciudad artificial dentro de Marruecos: Francia construyó un puerto artificial -principalmente, para la salida de fosfatos y hierro hacia la metrópoli y los mercados mundiales-, y en torno a él se crearon industrias, comercios, empresas, a partir de los primeros años del siglo XX, hasta que la ciudad llegó a tener tantos habitantes como París. Esta fisonomía y esta sociedad en un país todavía rural y artesano la hizo también la capital de la agitación política. Su breve historia está escrita con sagre: desde la misma fundación -las tropas francesas contra las tribus Chaouia- h...

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CASABLANCA ES una ciudad artificial dentro de Marruecos: Francia construyó un puerto artificial -principalmente, para la salida de fosfatos y hierro hacia la metrópoli y los mercados mundiales-, y en torno a él se crearon industrias, comercios, empresas, a partir de los primeros años del siglo XX, hasta que la ciudad llegó a tener tantos habitantes como París. Esta fisonomía y esta sociedad en un país todavía rural y artesano la hizo también la capital de la agitación política. Su breve historia está escrita con sagre: desde la misma fundación -las tropas francesas contra las tribus Chaouia- hasta los enfrentamientos por la independencia y las duras represiones francesas. En 1965, los estudiantes de bachillerato de Casablanca -ya independiente Marruecos- se manifestaron contra una ley que dificultaba y encarecía sus estudios: el general Ufkir apuntó los cañones a cero y mandó disparar, y también como ahora las cifras oficiales de muertos redujeron una realidad que se aproximaba a los doscientos.Casablanca acaba de producir,nuevos y sangrientos sucesos: también, quizá, doscientos muertos por las balas de los servicios llamados del orden, y no los poco más de sesenta que citan las cifras oficiales. El principio: una huelga contrala carestía de la vida (30% en los alimentos básicos, como pan, azúcar, harina y aceite; 75%, en la, mantequilla), organizada por la.Confederación Democrática de Trabajo (socialista). Al final de la manifestación y como consecuencia de unos disturbios entre policías y manifestantes (las dos partes, como es costumbre, culpan a los provocadores) se produjo la represión: tras la policía, los soldados (como en 1965) que efectuaron expediciones punitivas sobre la Medina -la antigua ciudad árabe que quedó marginada de la ciudad moderna construida por los franceses- y las barriadas de chabolas donde está el subproletariado en la abundancia propia de los países del Tercer Mundo, y que huye del campo, donde la situación es aún peor.

La condición de extraordinaria y notablemente diferenciada de la ciudad de Casablanca, con respecto a la totalidad del reino alauí no debe engañar en un punto: lo que sucede en Casablanca repercute, inmediatamente, en todo el país. Dentro de los medios políticos de Rabat, pero también en la última aldea. Políticamente, los sucesos afectan a la llamada unión sagrada, por la cual todos los partidos, incluyendo la izquierda -lo que sobrevive de una izquierda repetidamente diezmada, perseguida, encarcelada o asesinada en el extranjero, como fue el caso de Ben Barka-, apoyan al trono en la cuestión de la guerra del Sahara. Hay ahora una sensibilidad de los partidos populares en el sentido de que el coste de la guerra -unos dos millones de dólares al día- está repercutiendo directamente sobre el pueblo en forma de carestía y de impuestos ordinarios y extraordinarios. No es el priricipio del derecho nacional de Marruecos sobre el territorio saharaui lo que se discute, sino la capacidad del Trono para conducir la guerra a un buen fin y para realizar una acción diplomática útil -lo que está tratando hoy, una vez más, en la Conferencia de la OUA, en Nairobi- para aislar al Polisario. Los partes triunfalistas y los excesos retóricos han ido agotándose en la realidad de una situación que no acaba jamás y a la que se culpa ahora de la auténtica miseria del pueblo marroquí. Hassan II y sus consejeros han entendido que la manifestación de Casablanca era algo más que una protesta social: una crítica abierta a su política de guerra, y han creído que una represión, incluso atroz, era necesaria. En cambio, han puesto en peligro la unidad sagrada; pero Hassan II ha continuado declarando -el miércoles mismo, antes de partir para Nairobi- que los disturbios son de entera responsabilidad de unas maniobras perturbadoras y desestabilizadoras, y aludiendo -como es costumbre- a la mano extranjera:-los culpables «no merecen el nombre de marroquíes»

El rey en sí no está en peligro en estos momentos -lo ha estado muchas veces de manera más aguda, en la truculenta historia de su reinado, repleta de atentados de todas clases y de complós profundos, seguidos a su vez de represiones entre militares y civiles, con fusilamientos en masa y procesos muy dudosos- pero va a estarlo si no atiende rápidamente a mejorar la situación interior. Si cifra esta solución en un arreglo inmedialo de la guerra del Sahara, se equivoca. Y lo más grave es que esta causa nacional ha dejado ya de servir como enmascaramiento y pretexto para la extrema pobreza del país, que contrasta con la extrema riqueza de sus dirigentes.

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