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Canarias: las Afortunadas al borde del precipicio

Se supone, siempre según las hipótesis más avezadas, que las islas Canarias poseen una etiología volcánica, suposición que el paisaje isleño no desmiente en ningún momento. Esas mismas tesis se pierden en los nebulosos mitos de los tiempos perdidos, se enroscan en las nubes de las epopeyas orales de los pueblos-mágicos a la hora de justificar el origen de las gentes primitivas que habitaron el archipiélago. El resultado es obvio: una simbiosis de orígenes que desemboca en tentaciones arqueológicas y en soluciones imaginativas para encontrar, dentro del laberinto, la verdadera razón, el único n...

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Se supone, siempre según las hipótesis más avezadas, que las islas Canarias poseen una etiología volcánica, suposición que el paisaje isleño no desmiente en ningún momento. Esas mismas tesis se pierden en los nebulosos mitos de los tiempos perdidos, se enroscan en las nubes de las epopeyas orales de los pueblos-mágicos a la hora de justificar el origen de las gentes primitivas que habitaron el archipiélago. El resultado es obvio: una simbiosis de orígenes que desemboca en tentaciones arqueológicas y en soluciones imaginativas para encontrar, dentro del laberinto, la verdadera razón, el único nacimiento de estas islas que fueron llamadas Afortunadas por el mito y la tradición de muchas civilizaciones pasadas.Las últimas investigaciones vienen a decir lo que muchas veces ha sido sostenido por tantos: el archipiélago es un resto geográfico de la antigua y mitológica Atlántida, continente soñado, territorio de dioses del qué sólo queda la leyenda repartida por el universo y unos islotes -Azores, Madera, Canarias: la Macaronesia- en los que se vislumbra un acusado perfil de portaviones.

Ocultas durante siglos bajo la alargada sombra del tropicus cancri, las islas asistieron impávidas al paso inexculable de los tiempos, sufríendo -como toda tierra respirable- el obligado deterioro que los siglos acarrean. Aletargada por los intereses de historias ajenas -o por los bastardos que en ella crecieron impunes-, Canarías fue bastión, puerto de paso, tierra de provisión, último mercado, avanzadilla de Europa frente a Africa y hacia América, insólita piedra americana frente a Africa y Europa. Las consecuencias de esta amalgama diacrónica son la confusión, en primera instancia, y unas difíciles, señas de identidad -aún por dilucidar- que han determinado históricamente que la geografía insular canaria juegue un papel fundamental en lo que se ha dado en llamar, con cierto romanticismo, el destino del archipiélago.

Es verdad, y hay que decirlo sin rubor alguno, que exactamente igual que se admite que Canarias es un resto de la Atlántida lo es también -honorablemente- del finiquitado imperio español de las Américas y Filipinas. Canarias, en este sentido, no es de España. Es España al final de América. También hay que señalar que la afirmación de que las islas han estado olvidadas por los siglos de los siglos es una falacia inventada hoy como ayer, como siempre que ella misma se ha encontrado con la crisis que ha generado su incapacidad histórica, por aquella clase dirigente que ha ejercido unos poderes que se han ido quedando herrumbrientos y que, subsecuentemente, les ha traído la ruina económica y social. En definitiva, ven reflejada en su propio espejo una esfinge decrépita -su rostro- al final de siglos de total ineficacia.

Irrefutable prueba de esa indefinición de identidad es el reconocimiento que los canarios pretenden. Digo canarios y digo mal conscientemente. Porque cuando digo canarios me refiero a esa clase históricamente dominante y no al erosionado pueblo insular, silencioso y sufrido, que jamás pudo librar sus batallas o inventar sus piruetas mitológicas. Cómplice, protagonista y culpable de su propia historia y de la historia de las islas, esa clase dominante bucea ahora, a la desesperada, en las raíces de esta tierra mestiza y mágica, americana y española. Bucea, pero mal, ahogándose en su propio llanto, porque trata por todos los medios de transferir a otro colectivo -históricamente llamado España- palpables culpabílidades de su propia actuación secular.

Las señas de la identidad deseada se peinan con polvo de oro, para terminar siempre diluyéndose en la demagogia más febril y en la insensatez más descarada, fundamental característica de aquella clase que una vez quiso ser americana y resultó criolla y que muchas veces pretendió ser inglesa y desembocó simplemente en surafricana. No en vano, ellos mismos repiten el dicho popular que rezan como la mayor desgracia en tiempos de penuria: «No haber dejado entrar a Nelson y permitir la salida de Franco». España, Inglaterra, América, tres constantes espejismos, tres hinterlands históricos entre los que se debate el clamoroso despiste de los insulares, manejados siempre por la clamorosa confusión y el dislocado protagonismo de la clase masturbadora e inútil que siempre los ha manejado. Como ocurre con los alcohólicos, también en este caso es absolutamente necesario el reconocimiento de la enfermedad para que puedan establecerse no sólo los diagnósticos, sino también la adecuada terapéutica. Canarias, pues, emerge una vez más. Como en 1898, cuando se convirtió en frontera atlántica y marina a causa de la índependencia de Cuba y Puerto Rico. Por idénticos motivos históricos grita ahora, tras la desastrosa salida del Sahara. Se siente sola de nuevo. Aislada, olvidada desde esa fecha fatídica -1898-, desde el momento en que dejó de ser el puerto mimado de España. Ahora, un siglo más tarde, en su equivocada soledad, se resbala lentamente hacia el abismo. Reclamo casi la absoluta seguridad si insisto en que esa clase dominante (y no las ideologías estatales de izquierda o las clases populares) son las que se están fabricando, a su imagen y semejanza, el sueño de una falsa nacionalidad y el letargo final de una independencia que las señalaría esclavas de una gran potencia. Véanse los ejemplos flagrantes de Cuba y Puerto Rico.

Los esfuerzos deben ir dirigidos a la comprensión del hecho diferencial canario: el mar rodeándolo todo, el Atlántico azul por todos lados. Las soluciones, admitida arterioesclerosis histórica de la clase a la que antes hice referencia, están a la vista, luegó de una larga reflexión autocrítica, dueia a quien duela. El archipiélago, aunque no nos gusten las dicotomias, es un Occidente insular indefenso, metido a convidado de piedra en el tráfago del laberinto africano, en el litigio internacional del Sahara y en las irresponsables y ambiguas apetencias de las grandes potencias mundiales. No poco ha tenido que ver en esta situación la absoluta insolidaridad de los gobernantes del poder central y la frívola visión histórica de los cómplices de esos gobernantes, aquella clase criollista, cerrada, burguesa y casi siempre analfabeta sobre la que pesa el triste fracaso de su destino y del de sus islas.

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Hablé antes del acusado perfil del archipiélago. Para nada exagero. Los estrategas del mundo entero lo saben con certeza total. Saben también que el futuro de estos archipiélagos, irremisible inmediato, no es el turismo ni el paradisíaco festin de sonámbulo sol que nos ofrece la propaganda. Su futuro es su perfil: un portaviones. No es nuestro deseo, pero el determinismo histórico manda sobre estas geografias atípicas, tierras de servicios, puertos de enlace, territonos de provisión y nomadeo para aventuras mayores. Su futuro es su pasado.

La identidad insular, esquilinada por los mismos canarios que han protagonizado desgraciadamente la historia de las islas, late en lo más profundo de la mitología atlántica, hasta el punto de llegar a convertirse en una quimera utópica bajo la que se alimentan las más variadas demagogias. Al borde del precipicio, la que se estimaba peor solucíón resultará la última de las posibles soluciones históricamente aplicables. En los perfiles amables de las islas flota la silueta del portaviones. Siempre según mi criterio, prefiero que ese portaviones siga siendo lo que ha sido siempre: español. Y en el caso de que esa solución no llegue; en el caso de que el nacionalismo de derechas que ahora emerge no viaje tanto como para eliminar su vicio histórico de sentirse el centro dei universo tierra; en el caso de que aquella clase dominante, inútil e incapaz, se salga a la postre con la suya, que no se les ocurra llamarnos a ningún cargo de embajador. Por nuestra parte, seguiremos siendo lo que somos: españoles insulares.

J. J. Armas periodista y escritor canario, es autor, entre otras, de la novela Calima.

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