Tribuna

La torre de Babel y el vicio de la totalidad

España, vive una insólita edad de oro del diccionario. Como la de fabricar estos tomos es una tarea silenciosa, larga y a veces infructuosa -la lengua va más de prisa que sus códigos-, los protagonistas de la fabricación de esas obras se mantienen en un anonimato animado de palabras correlativas. Uno de esos protagonistas, María Moliner, fue de actualidad hace poco más de una semana, a raíz de su muerte. Entonces se supo que su Diccionario del uso del español había vendido cerca de 50.000 ejemplares en quince anos y se consideraba esa cifra como un récord en un país que edita muc...

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España, vive una insólita edad de oro del diccionario. Como la de fabricar estos tomos es una tarea silenciosa, larga y a veces infructuosa -la lengua va más de prisa que sus códigos-, los protagonistas de la fabricación de esas obras se mantienen en un anonimato animado de palabras correlativas. Uno de esos protagonistas, María Moliner, fue de actualidad hace poco más de una semana, a raíz de su muerte. Entonces se supo que su Diccionario del uso del español había vendido cerca de 50.000 ejemplares en quince anos y se consideraba esa cifra como un récord en un país que edita muchos tomos de ese carácter, pero que los consulta poco. La muerte de María Moliner no sólo puso de actualidad su excelente trabajo, sino que supuso un motivo de reflexión sobre esta actividad, que es al tiempo febril y tranquila, algo así como un ejercicio arqueológico sobre lo que está vivo. En esta página se abordan dos aspectos de este tema.Surgieron los diccionarios cuando los hombres, cansados de que el milagro no se produjera, empezaron a dadar seriamente de las escrituras sagradas. Lo que en definitiva hicieron los ilustrados del siglo XVIII fue sustituir la Biblia por la enciclopedia. Abjuraron de la fe y entronizaron la razón, sí, pero permanecieron rigurosamente fieles; al mito de ese libro total, capaz (le albergar en sus finitas páginas todas las palabras y todas las cosas.La Biblia y la enciclopedia, esos dos grandes textos que dualizan radicalmente la historia de la sabiduría occidental, parten, sin embargo, de una similar tentación mitológica: el registro literario de la totalidad del mundo por medio de la escritura con el fin exclusivo de representar el mundo como totalidad sagrada o profana. No hay que buscar la diferencia entre ambos libros desmesurados del lado de la filosofía, la religión, la ciencia o la historia, sino del lado del propio lenguaje. Urdieron los hombres de la fe su sagrado libro sin fisuras, de acuerdo con la maravillosa logica de lo narrativo, y tramaron los enciclopedistas impíos sus severos diccionarios universalizadores y profanos a partir de la lógica del alfabeto. Dos distintos cléneres para una misma, vana, hermos,a y vasta fantasía editorial: el que espontáneamente genera el in illo tempore bíblico y el que provoca la no menos arbitraria serie de las leti as mondas y lirondas que van de la a a la z. Es decir, el orden de la literatura y la literatura del orden.

Vicio de totalidad

No hay diccionario libre del vicio de atotalidad, y por esa razón recurren constantemente los metafísicos y los narradores fantásticos a tan prestigiosa figura libresca, con el fin de ilustrar sus fabulaciones cómodamente. El dicciortarlo como símbolo literario del mundo concebido como un todo.

Incluso a veces sospecho que la idea misma de la existencia de un libro secreto que encierra toda la sabiduría del universo es previa a la invención de los alfabetos. O sea, que si los asirios, los babilonlos, los fenicios, los chinos o los samaritanos se esfórzaron hasta lo indecible en el arte complejo de sistematizar los caracteres gráficos de sus lenguajes no fue por necesidades expresivas, más o menos prosaicas, sino para poder descifrar los arcanos de ese libro explicalotodo, narrativo o alfabético que estaba en el origen de sus culturas. La imagen de un libro total como estímulo que provoca la invención de la escritura, y no al revés.

Tairibién los diccionarios, de la lengua, -sobre todo, ellos- participan de esta mítica pretensión de totalidad libresca. Y, por la enorme y desrrioralizante cantidad de léxicos y lexicones que últimamente se están editando y reeditando en este país, bien puede afirmarse que el mito enciclopédico, aunque con secular retraso, goza de excelente salud iacional. Diccionarios... de jergas callejeras sin porvenir; de estilo, dudas y errores; de lenguas autonómicas insospechadas; de nombres de bichos, plantas, oficios y chismes varios; de sinónimos, seudónimos y siglas; de terminologías científicas; de frases y refranes; de vocabularios filosóficos, técnicos, agronómicos, gastronómicos... Un somerísimo repaso al apartado 017, el dedicado exclusivamente a diccionarios y enciclopedias, de los volúmenes últimos del catálogo de libros españoles del International Standard Book Number (ISBN), puede dejarnos consternados.

Furor enciclopédico

A lo que parece, vivimos una insólita edad de oro del diccionario. Estamos en pleno furor enciclopédico, -moriremos agobiados, aplastados, por pesada producción de esos tomos que tienen el tremendo signo de la totalidad inscrito en cada una de esas páginas que progresan por riguroso orden alfabético. La maldición del presente no es la confución de las lenguas ni siquiera de las economías, que es la multiplicación perversa de los diccionarios. Y el gran sueño utópico de ahora mismo es la construcción de ese definitivo Diccionario de diccionarios capaz de incluir todas las obras existentes, desde los 37 libros de las Historias naturales, de Plinio el Viejo, hasta el último vocabulario sobre la Cheliparla. Un proyecto libresco cuyas dimensiones físicas y metafísicas superaría en varios metros el famoso arquitectónico de la torre de Babel. Tendría este ¡mprescindible hiperdiccionario dimensiones tan colosales que acabaría confundido con un memorable accidente geográfico.

Y, sin embargo, se quejan amargamente los filólogos patrios del pobre estado de nuestra lexicografía. Por lo visto, los estudios lexicográficos propiamente dichos apenas llegan a cinco trabajos -los de Casares, Menéndez Pidal, Fernández-Sevilla, Lapesa y Alvar -en estos últimos lustros, y, al decir de los eruditos, todavía no se ha conseguido ese diccionario ideal de la lengua española, a pesar de los periódicos intentos de la Academia desde el llamado de Autoridades, cuyo primer volumen apareció en 1726; de los etimológicos de Corominas y García de Diego; del muy útil de María Moliner; del maravilloso Tesoro lexicográfico, de Gil¡ Gaya; del llamado de Construcción y Régimen, de Cuervo, del Ideológico, de Casares; del Secreto, y genial, de Cela; del que resuelve las dudas, de Seco; del filológico, de Lázaro Carreter, o de los innumerables descriptivos que surgen en Puerto Rico, México y otras latitudes remotas del habla. Tampoco parece santo de la rigurosa devoción de los lexicógrafos el llamado Diccionario histórico, que a partir de 1960 edita, a paso de tortuga, la Real Academia, enfangado todavía en la primera letra del alfabeto, y cuyo último volumen esperamos con impaciencia para el año 2400, según estimaciones optimistas. Una empresa enciclopédica que, según Manuel Alvar, ha quedado ya envejecida, entre otras razones, porque sólo está atenta a la lengua literaria, olvidándose del resto de los niveles lingüísticos, operando sobre la base de apenas ocho millones de fichas, cuando sabemos que el Tresor de la langue francaise, su modelo, está sustentado por una documentación de más de 250 millones de palabras-texto.

La imposible locura

Acaso la queja de los lexicógrafos exigentes sea justa desde los parámetros inflexibles de la propia disciplina. Desde luego, resulta encantadoramente ingenua. Ese diccionario ideal, el Libro total que persiguieron los cristianos y enciclopedistas a través de la narración y el alfabeto, sólo tiene existencia en el universo fantástico de los grandes mitos universales. Y de realizarse algún día tan imposible locura, ocurriría fatalmente lo que aconteció en aquel imperio riguroso referido por Suárez de Miranda en sus célebres Viajes de los varones prudentes (Lérida, 1658). Que obsesionados los cartógrafos por la exactitud de su ciencia, lograron, después de muchos esfuerzos, que el mapa de una sola provincia ocupara toda una ciudad. Y no satisfechos con el resultado, levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él, hasta el extremo que desde entonces fue imposible saber dónde terminaba la cartografía y empezaba la geografía.

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