Vicente Escudero, un "bailaor" sustancialmente varonil

¿A santo de qué se me allega a las mientes un texto del suplemento-homenaje de EL PAIS a Quevedo, si pienso en el bailaor que se nos fue -quieras que no, a todos- anteayer? ¿Por qué me acuerdo, haciendo memoria de Vicente Escudero, de aquel hermoso, aunque corto artículo de José Miguel Ullán que se titulaba «Su lengua como espada», y que tengo con chinchetas encima de mi cama de Cádiz?Bueno, quizá sople en esa relación mental una intrincada semejanza de duras y ariscas gallardías, de válidas y valerosas automarginaciones, de finales sustancias y consecuencias en las respectivas artes y ...

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¿A santo de qué se me allega a las mientes un texto del suplemento-homenaje de EL PAIS a Quevedo, si pienso en el bailaor que se nos fue -quieras que no, a todos- anteayer? ¿Por qué me acuerdo, haciendo memoria de Vicente Escudero, de aquel hermoso, aunque corto artículo de José Miguel Ullán que se titulaba «Su lengua como espada», y que tengo con chinchetas encima de mi cama de Cádiz?Bueno, quizá sople en esa relación mental una intrincada semejanza de duras y ariscas gallardías, de válidas y valerosas automarginaciones, de finales sustancias y consecuencias en las respectivas artes y personas de don Francisco y de Vicente; nunca se sabe bien lo que se intuye. Lo que sí sé es que uno estaba echando de menos la noticia de la muerte de Vicente: tenía ganas de que acabara su chungo cuestabajo económico, físico, anímico, en la Barcelona -pudo ser el Madrid- que tanto sitio le diera.

Aun en sus mejores años, su baile se parecía a él mismo: amojamado, escueto, un tanto rígido. Y verdadero. Suyo. Amasado con culturas de ayer y de hoy, pero un ayer y un hoy plenos: de muy antiguo y de muy cerca. Un baile sustancialmente varonil (para Vicente, que el bailaor levantara los brazos por encima de la cabeza ya le sonaba a mariquita, y así lo proclamaba y lo escribió en su arbitrario y sincero Decálogo). Cuando Carmita, compañera larga de danzas y de amores, se le echó a empeorar de lo incurable, Vicente, siempre próximo a la expresión escrita, redactó un completamente en serio ultimátum a Dios, del que me ha hablado Manuel Viola, el pintor que le escenificó sus últimas actuaciones en aquesta villa. Fue en el teatro Marquina; en el descanso y al final, el camarín de aquel añejo e impresionante cruce de bacalao y de jefe sioux se llenaba de jóvenes y mayores afanosos de tocarlo, de hablarle. Me trincó una noche por la manga, con una mano como de pájaro: «Tú no te vas, gaditano. ¿No sabes que yo también soy medio de allí? Pero si eres de Valladolid, hombre». Me miró con una mirada entre compasiva, perdonadora y esperanzada, seguida de un segurísimo «¿y qué?».

Cultural y contracultural, el hombre y su baile, orto y heterodoxo, ritual, sin duda, a través de sus manes, lares y penates gitanos, se notaba en su arte el viejo hieratismo fetén que se va o que se malimita. Un disco grabado en los Usas esos me trajo también al Vicente Escudero, no ya bailaor, sino cantaor y de Ileno, resucitando las «rosas panaeras» con una primera letra popular del siglo XVIII y la segunda de don Antonio Machado, así por las buenas.

Mucho se va con él. Mucho.

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