Informe sobre Centroamérica / 9

Los límites de la revolución nicaragüense, en su primer año

Managua, devastada por el terremoto de 1972, extiende todavía sus ruinas y baldíos, como un pasaje de Pompeya, porque el último dictador, Somoza, pasó a sus cuentas bancarias de Miami los millones de dólares destinados a la reconstrucción y, en 1979, perfeccionó la desolación de la ciudad con el bombardeo de los barrios insurreccionados contra el Gobierno.

El visitante de Managua camina con desconcierto por una zona urbana arrasada, donde sólo muros ennegrecidos por los incendios interrumpen la vista a lo largo de kilómetros. No hay numeración de casas, porque no hay casas (a veces, ni ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Managua, devastada por el terremoto de 1972, extiende todavía sus ruinas y baldíos, como un pasaje de Pompeya, porque el último dictador, Somoza, pasó a sus cuentas bancarias de Miami los millones de dólares destinados a la reconstrucción y, en 1979, perfeccionó la desolación de la ciudad con el bombardeo de los barrios insurreccionados contra el Gobierno.

El visitante de Managua camina con desconcierto por una zona urbana arrasada, donde sólo muros ennegrecidos por los incendios interrumpen la vista a lo largo de kilómetros. No hay numeración de casas, porque no hay casas (a veces, ni calles), y la gente reedifica con un sistema de referencias parecido al humor negro mexicano: una línea aérea se encuentra «donde estuvo Migración»; búsquese al Palace Hotel «donde fue la Pepsi Cola». En el centro, terreno invadido por malezas y escombros, hay cuatro elevaciones principales, como hitos de orientación: al Norte, el antiguo palacio nacional, agrietado y vacío; al Sur, el bunquer de Somoza, donde fue la Guardia Nacional y está ahora el cuartel del Ejército nuevo; a medio camino de ambos, la flamante Casa de Gobierno y el rascacielos del Banco Central, que por las noches enciende una silueta luminosa de Augusto César Sandino, alta de dieciséis plantas.Managua es, de ese modo, una especie de metáfora de la revolución sandinista. También ésta se recorre al principio con desconcierto y desorientación, entre las ruinas del somocismo, hasta que uno empieza a guiarse por sus puntos más elevados o por un nuevo sistema de referencias.

En la Nicaragua de 1980 es posible dejarse distraer por el pintoresquismo de las revoluciones sociales: la proliferación del uniforme verde olivo; el niño-soldado que guarda la entrada a la Casa de Gobierno y, luego de cepillar al visitante con un aparato electrónico en busca de armas, le confisca gravemente.... un cortauñas; la sala del lujoso hotel Intercontinental Managua, que sólo había visto almuerzos del Rotary Club, ocupada en la conmemoración de una modesta efemérides: el primer aniversario de los dos cohetazos que un combatiente disparó sobre el bunker.

Pero la revolución sandinista, luego de un año en el poder, puede mostrar fracturas más concretas del orden establecido: la nacionalización de la banca y los seguros, el control del comercio exterior, una reforma agraria que ha expropiado el 55% de la tierra cultivable; centenares de empresas industriales y de servicios quitadas al sector privado y operando en régimen de área social; la destrucción de la Guardia Nacional, sustituida hoy por un Ejército popular y un cuerpo auxiliar de 300.000 milicianos.

Al mismo tiempo, otra serie de hechos parece oponerse a una definición maximalista del proceso. Las expropiaciones y nacionalizaciones han sido parciales, y en el sector bancario y financiero no tocaron a las firmas extranjeras. La posición oficial del empresariado contribuye a esa imagen de un régimen ambiguo: «Las cosas han cambiado», dice William Báez, del Instituto Nacional para el Desarrollo de los Negocios, «porque los sandinistas ya no son los idealistas insoportables de hace un año».

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

La alianza inevitable

En ese cuadro, sin embargo, ninguna posición sectorial debe ser tomada como definitiva, y la situación sigue siendo transicional. Somoza fue derrocado y está muerto, pero la alianza entre el Frente Sandinista de Liberación Nacional y la burguesía nicaragüense contra el somocismo se prolonga en la medida en que éste, aunque desmontado, proyecta aún sus efectos sobre la economía en quiebra. El saqueo de Somoza y su grupo redujeron las reservas desde 150 millones de dólares (10.500 millones de pesetas) a 3,5 millones en 1979; la guerra destruyó el 90% de la capacidad industrial del país y causó perjuicio por 1.300 millones de dólares (91.000 millones de pesetas).

En 1978 Pedro Joaquín Chamorro encabezó la oposición civil de las clases altas (y fue asesinado por ello), pero no era solamente el director de La Prensa o el fundador de la Unión de Liberación Nacional, disidente del Partido Conservador. Los Chamorro Cardenal integraban el grupo económico Banic (Banco de Nicaragua, conectado con la Banca Morgan y el Chase Manhattan Bank), uno de los tres amenazados por el crecimiento del cártel familiar Somoza. En otro caso similar, cuando Trujillo, como árbitro de la economía, llegó a ser un rival insoportable -y cuando había perdido ya valor político para Estados Unidos-, la burguesía de la República Dominicana se deshizo del tirano mediante una alianza conspirativa con el poder más influyente dentro del país, que era la CIA. La burguesía nicaragüense de 1978, progresivamente asfixiada por el avance de los Somoza sobre el sector privado, intuyó que aquí el factor de poder, a plazo medio, sería el FSLN.

Sandinismo y burguesía (aliados, pero con distintos objetivos y programas) están obligados a seguir unidos en torno a la cuestión prioritaria de la reconstrucción nacional y la estabilización económica. Cada parte tiene algo esencial que falta en la otra: el sandinismo, la legitimidad de Gobierno; la burguesía, los contactos financieros y políticos del exterior que pueden atraer la vital ayuda financiera. El realismo y una moderación sagaz caracterizan en esa alianza al sandinismo. Cuando Alfonso Robelo y Violeta Chamorro (un empresario y la viuda del dirigente asesinado) se fueron de la Junta de Gobierno en abril último, el hecho fue propagandeado como la temida sectarización del proceso. Pero el FSLN los sustituyó con dos miembros situados aún más a la derecha.

El modelo aceptable

La principal incertidumbre sobre esta alianza contradictoria es su duración, pero su principal efecto, sin duda, es que ha puesto a Estados Unidos en la obligación de cumplir sus propias tesis sobre derechos humanos, democratización y pluralismo. Los norteamericanos parecen perplejos, pero Carter no puede (al menos, ante una parte sustancial de su electorado) recurrir, por ahora, a los métodos directos empleados, en 1961 y 1965, contra Cuba y la República Dominicana. Los esfuerzos por un relevo sin riesgos se cumplieron, sin embargo. El Departamento de Estado intentó primero que una fuerza de paz de la OEA impusiera un Gobierno de transición encabezado por el Partido Conservador (la oposición tolerada por Somoza) y con participación de la Guardia Nacional; después que la Junta de Reconstrucción Nacional, fundada en Costa Rica como Gobierno provisional, admitiera dos miembros más, a designar de hecho por Washington. Más tarde, ciertas corrientes del Pentágono empujaron al presidente interino, Francisco Urcuyo (quien sólo estaba allí para pasar el mando al FSLN), a la intentona de prolongar su mandato. Pero ahora, cuando se le pregunta en Managua su opinión, el embajador norteamericano, Lawrence Pezzullo, tiene que ser más sensato: «Nicaragua es un modelo aceptable de un país luego de una revolución».

El capítulo 8 se publicó el pasado día 8 de octubre.

Archivado En