Tribuna:TRIBUNA LIBRE

No a Iberoamérica

En una relación de la que hayan de esperarse resultados favorables parece, al menos, prudente que exista entre las partes -como base previa a cualesquiera otras cuestiones- un conocimiento de las identidades respectivas, que habrá de comenzar por la denominación misma de cada interrelacionado.¿Se da esa circunstancia en la nueva andadura común que se pretende acompasar entre España y los países de allende el Atlántico comprendidos entre el río Bravo y punta Arenas?

Para España, esas tierras fueron primero las Indias escuetamente; después, las Indias occidentales; más tarde, América y el...

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En una relación de la que hayan de esperarse resultados favorables parece, al menos, prudente que exista entre las partes -como base previa a cualesquiera otras cuestiones- un conocimiento de las identidades respectivas, que habrá de comenzar por la denominación misma de cada interrelacionado.¿Se da esa circunstancia en la nueva andadura común que se pretende acompasar entre España y los países de allende el Atlántico comprendidos entre el río Bravo y punta Arenas?

Para España, esas tierras fueron primero las Indias escuetamente; después, las Indias occidentales; más tarde, América y el Nuevo Mundo; a continuación, provincias de ultramar, aunque luego -quizá con reticencia- se las llamó ex colonias, bastante antes de que surgiese Hispanoamérica. Actualmente, la confusión es grande y el tema vuelve, como en tiempos de la hispanidad, a exhibirse cargado de extrañas suspicacias.

Desde las respectivas independencias, y en lo que va del silo XX, ocurrieron muchas cosas en los países del continente americano, en el que de Norte a Sur se entremezcló lo épico con la esperanza. Hasta hoy nos ha llegado una América que aún en el presente se llama inglesa, no porque ya obviamente pertenezca a Inglaterra, sino porque habla inglés, del mismo modo que al sur del río Grande se nos muestra una serie de parcelas que se conocen como América española, América portuguesa, América francesa y otras, no porque sus metrópolis estén todavía en España, Portugal, Francia u otras viejas naciones, sino porque sus gentes se expresan respectivamente en español, portugués, francés u otras lenguas. Es por ello evidente que las grandes áreas del continente americano se denominan atendiendo a razones filológicas o lingüísticas exclusivamente, habiéndose desechado cualesquiera apoyaturas diferentes, como pretendieron ser las étnicas (Indoamérica o Amerindía), las que aludían a las características geográficas (América amazónica, andina, caribeña, etcétera) o las que hacían referencia a los gentilicios que participaron no tanto en el Descubrimiento como en las colonizaciones -económicas, culturales y sociológicas- posteriores hasta la fecha, en las que aparece España mezclada prácticamente con todos los pueblos europeos en abundantes contingentes.

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No; solamente argumentos lingüísticos son los que a un boliviano del altiplano lo convencen de que él y su patria forman parte de la América española o Hispanoamérica, no porque pertenezcan a España todavía -ni siquiera porque hubieran pertenecido-, sino porque, en virtud de aquella circunstancia, hablan y escriben español; corno el carioca de Río de Janeiro se hace consciente de que su gigantesco país es hoy la América portuguesa tan sólo y únicamente porque sus 110 millones de compatriotas se expresan permanentemente de manera semejante a Camoens, que es exactamente lo que les ocurre a los ocho o diez millones de habitantes de la América francesa (Halti, Martinica, Guadalupe, etcétera), que continúan hablando más o menos correctamente el francés como lengua oficial.

El sentido práctico, orientado a la simplificación documental, no tuvo problema en el Norte, con la lengua de Byron como denominador común, y surgió, para efectos clasificatorios, la América inglesa como mitad boreal del continente, con la excepción minúscula de la región de Quebec, en Canadá.

Para el mosaico central y sureño -la otra mitad filológica- no resultaba fácil referirse al conjunto (en otros aspectos bastante homogéneo en diferencias con la América inglesa), aun teniendo en cuenta los 160 millones de hispanohablantes frente a los idiomas portugués, francés y otros. Sólo la base muerta de esas lenguas era común y distinta a la del Norte. Surgió entonces la América Latina abarcándolo todo, configurando la otra mitad filológica centroaustral del continente, con la excepción minúscula también de los pequeños focos ingleses antillanos, que no invalidan la homogeneidad latina, como no logra hacerlo en el norte el pendant equivalente del Quebec francés respecto de la Angloamérica.

De los enclaves fronterizos tejanos hasta la Tierra de Fuego, las naciones de parécidos afanes y avatares tienen desde años atrás esa denominación totalizante que les permite referirse a sí mismas del modo concreto con que Italia y Holanda se dicen Europa, como no te permitiría hacerlo -por razones especialisimas de apropiación particular- el disputado y ambiguo nombre sustantivo América, que siempre requirió precisión adicional y adjetiva: ¿qué América?

Surgió, pues, América Latina o Latinoamérica como conjunto subcontinental, que no anula, ni mucho menos, la vigencia del término Hispanoamérica o América española, así como los de América portuguesa, francesa u otras. Simplemente aquélla es el todo y éstas son las partes, como lo refrendaron las Naciones Unidas en 1948 -mucho antes funcionaban ya en el continente numerosas instituciones denominadas latinoamericanas- al crear la CEPAL o Comisión Económica para América Latina, en la que habrían de integrarse tanto los países antillanos como los de Centro y Suramérica, todos ellos de base lingüística latina. Desde entonces, el genérico gentilicio latinoamericano -no excluyente, sino abarcador de todos los demás imaginables- generó millares de documentos, obras de creación, modelos programáticos y, en definitiva, toda una estructura expresiva oficial, que no es otra cosa que la fe de vida pública de América Latina como continente. El racimo de ALALC, OLADE, CELAM, SELA, CECLA y muchísimas otras, todas ellas con la sílaba LA o AL, comenzó a hacerse elocuente.

Pero España, siempre tan suya, hizo durante muchos años oídos sordos al entorno y continuó refiriéndose a Hispanoamérica al mencionar aspectos generales del mundo latinoamericano global, utilizando así la parte por el todo, no como sinécdoque o tropo gramatical, ni como consecuencia del habitual rezagamiento histórico, sino impulsada por una extraña actitud colectiva que parecía obedecer, de un lado, a la suspicacia que despertaba una expresión aparentemente acuñada tras las fronteras pirenaicas españolas, y de otro, al deseo de recordar, durante el mayor tiempo posible, la casi exclusiva y sin igual obra de España en la formación de esa América Latina, lo cual, además de no necesitar ser recordado por obvio, suponía mezclar conceptos diferentes entre sí. Resultaría tan profusa como ilustrativa la cuantificación de los muchos matentendidos y sinsabores que originó esa extemporánea actitud recordatoria (que en ocasiones se hizo casi subconsciente por tan persistente), en virtud de que en el otro lado de la relación también existe lógicamente la capacidad de generar recelos suspicaces. Abundante, fueron las oportunidades en las que, en los casos más inocentes, los vocablos «Hispanoamérica» y «Latinoamérica» parecían querer decir bastante más que sus respectivos significados, provocando sonrojo y azoramiento, por inadecuación, en visitantes corteses de una y otra orilla.

Hace unos años que en España se pretendió suavizar la evidente incomodidad que suponía tal permanente inarmonía, dándole carta de naturaleza a la expresión «Iberoamerica», que intentó ser mediadora o terciadora, sobre todo porque en su significado se abarcaba aparentemente la gigantesca América portuguesa, antes excluida con la francesa y otras. Se decretó sotto voce la muerte del vocablo «Hispanoamérica», y en su lugar se comenzó a utilizar viva voce la desafortunada locución «Iberoamerica», que además de no resolver el problema, puesto que sigue siendo expresión de una parte, introduce en un tema exclusivamente filológico un concepto étnico que enturbia y acentúa mucho más la confusión. En efecto, nada dice lo ibero al otro lado del mar, aun en los sectores cultos que conocen el uso doméstico que en la Península se hace de lo ibérico, en virtud de los pobladores comunes de España y Portugal. Recordemos, una vez

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más, que la América española, la portuguesa, la francesa, etcétera, lo son porque hablan esas lenguas oficialmente, no porque pertenezcan a España, Portugal o Francia. En este contexto, el esquema se destroza metiendo a los iberos por medio, puesto que no existe hoy lengua ibera, ni siquiera bajo las dos que se hablan en la península Ibérica, como sí lo está el latín. Lo ibérico de la Península, corno denominador común doméstico, carece de sentido al proyectarlo hacia un vecino de Sao Paulo, que habla portugués, pero que nada le dicen en su vida los iberos, aunque sepa que habitaron Portugal; o un ecuatoriano, que se expresa en español, y que de esos iberos sólo sabe que vivieron en España, y mucho menos le dirá lo ibérico, obviamente, a los seis millones de haitianos que forman, con los otros cuatro del resto de América francesa, las instituciones latinoamericanas de hoy. Pienso ciertamente que la utilización del término «Iberoamérica», aun circunscrito a la América española y portuguesa, nos aleja mucho más de la realidad subcontinental latinoamericana que cualesquiera otros conocidos o por conocer, en virtud de que alude a tipos raciales sin conexión alguna no sólo con el presente de aquellos pueblos, sino con ninguna de sus etapas evolutivas.

En consecuencia, sería muy útil no forzar el comportamiento de ciertos visitantes, a los que la repetición de vocablos del gusto del anfitrión les obliga a modificar su hábito espontáneo para complacerlo, llamando cortésmente Iberoamérica e iberoamericano a lo que ellos mencionaron siempre como Latinoamérica y latinoamericano. Sería muy útil que España viviese persuadida de que llamando Latinoamérica a las tierras de allende el océano preserva la correcta denominación de Hispanoamérica -referida aisladamente a los aspectos de la América española-, lo que no ocurre utilizando el confuso vocablo de Iberoamérica. Sería muy útil que España no supusiese que Latinoamérica comete un error al llamarse así, y no pretendiese constantemente enmendarte la planá -cambiando incluso las siglas de algunas instituciones-, como mater et magistra. Sería muy útil, en definitiva, que España fuese consciente de que -cualesquiera argumentos en favor o en contra- trescientos millones de seres humanos han decidido llamarse latinoamericanos e institucionalizarse como tales, y que su decisión (como la de Andalucía de llamarse así, y no Al Andalus, por ejemplo, pese a algún hipotético deseo historicista) debe, por lo menos, de ser respetada.

Sin duda podría ser esa la base previa de un auténtico conocimiento de las actuales identidades respectivas, como eje fundamental de una relación de la que deben esperarse, necesariamente, resultados favorables.

Decálogo de conclusiones

1. Son razones lingüísticas, y no de otra índole (históricas, afectivas, religiosas, de colonización, étnicas, etcétera), las que sirven de base para denominar los dos grandes bloques en que se divide el continente americano hoy que todas sus naciones multirraciales son independientes y soberanas.

2. Frente a la América inglesa (la que habla oficialmente inglés) existe la otra inmensa subregión que, por hablar oficialmente español, portugués y francés (con el latín como denominador común originario), se conoce como América Latina o Latinoamérica, denominación que, por supuesto, para nada alude al insostenible concepto de raza latina, absolutamente irreal.

3. Como una parte de América Latina, es perfectamente correcto denominar Hispanoamérica o América española al conjunto de naciones que hablan oficialmente el español, por la misma razón que se puede aludir a la América portuguesa o a la francesa, siendo todas y cada una de ellas, América Latina o Latinoamérica.

4. Resulta anómalo e incorrecto llamar ibérica a parte alguna de América -en la forma de Iberoamérica-, en virtud de que el concepto ibérico (que es racial y no lingüístico) es exclusivamente privativo de la Península, por mor de sus pobladores primitivos, los iberos.

5. Se concibe Hispanoamérica, no porque esa parte de América hubiera sido española, sino teniendo en cuenta que es, por aquella razón, de habla hispana. Pero ¿qué sería Iberoamérica? ¿La América que tuvo o tiene iberos? ¿La descubierta o colonizada por los iberos? ¿La que perteneció a la península Ibérica? Ninguna de estas es razón válida; tendría que llamarse así a la todavía incógnita parte de América que hablase oficialmente la lengua Ibera o algún idioma originado en esa lengua inexistente. Por eso, Iberoamérica no existe.

6. Puede llamarse, así, iberoamericano a aquello (relaciones, certámenes, actos, etcétera) en lo que participan a la vez España o Portugal (la parte exclusivamente ibérica) y cualquier área de América (que nada tiene que ver con lo ibérico en especial). En tal sentido resulta absurdo llamar iberoamericanos a los países de América Latina, pero es correcto denominar iberoamericanos, por ejemplo, a los vuelos realizados entre Latinoamérica y la Península.

7. Incluir conceptos étnicos como el de ibero en las denominaciones sólo filológicas (por los idiomas oficiales) de América Latina seria darle entrada a términos de tipologia inacabable, como celta, aymará, azteca, suevo, astur, mapuche, etcétera.

8. Es lógico decirle Hispanoamérica a la parte americana que habla la lengua hispana y es más lógico aún nombrar América Latina o Latinoamérica al todo de países cuyas lenguas oficiales se apoyan en el latín. Pero Iberoamérica, desde el punto de vista de la realidad americana, es una ficción; solamente podría llamársele así -con forzada licencia y únicamente como expresión geográfica- al espacio del mundo que englobase a Portugal y España con América: Iberia-América. Después habría que especificar todavía, en la parte americana, si se trataba de la inglesa o la latina.

9. Por encima de esos y otros argumentos está el hecho incuestionable de que los pobladores no anglohablantes del continente americano -hoy más de trescientos millones- decidieron hace muchos años (inducidos o libérrimamente, esa es otra cuestión) eliminar sus confusiones en cuanto al uso de un gentilicio común y se autodenominaron latinoamericanos, después de institucionalizar como América Latina el subcontinente en el que habitan. Desde entonces, del Río Grande a Punta Arenas, incluidas las tierras del Caribe, los latinoamericanos nacen, viven, procrean y mueren considerándose como tales latinoamericanos, ya sin dudas en cuanto a su identificación continental, tan diversa en otros órdenes.

10. Fuera de sus límites geográficos, en todo el amplio ámbito internacional, tampoco hay confusión. Unicamente en sus relaciones con España -ni siquiera con Portugal ocurre lo mismo- los latinoamericanos se encuentran inseguros, dubitativos y sorprendidos en su adjetivación general, porque ciertos sectores españoles se resisten a nombrarlos no sólo como ellos quieren llamarse, sino como se llaman realmente, a la vez que intentan demostrarles el error en que incurren al mencionar como América Latina o Latinoamérica el conjunto subcontinental en el que viven.

Tal incongruencia, aunque fuese la única, debería ser más que suficiente, por si sola, para mover definitivamente a reflexión a la España responsable en su creciente proyección latinoamericana.

Raúl Grien escritor y economista, fue durante varios años, hasta hace unos meses, subdirector del departamento técnico del Parlamento latinoamericano.

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