Tribuna:

No pudieron enseñar

Hace unas semanas me opuse en las páginas de una revista ilustrada al rechazo del historiador Tuñón de Lara como posible docente de la Universidad de Palma de Mallorca. Hace unos días, una carta abierta al director de este periódico hacía constar mi protesta contra el del psiquiatra Castilla del Pino como catedrático de Psiquiatría de Córdoba. Poco después, con otros colegas, he puesto mi firma al pie de un documento en que razonada y razonablemente se pide al ministro de Universidades e Investigación que haga lo posible por revisar la decisión del Consejo de Rectores adversa a la incorporació...

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Hace unas semanas me opuse en las páginas de una revista ilustrada al rechazo del historiador Tuñón de Lara como posible docente de la Universidad de Palma de Mallorca. Hace unos días, una carta abierta al director de este periódico hacía constar mi protesta contra el del psiquiatra Castilla del Pino como catedrático de Psiquiatría de Córdoba. Poco después, con otros colegas, he puesto mi firma al pie de un documento en que razonada y razonablemente se pide al ministro de Universidades e Investigación que haga lo posible por revisar la decisión del Consejo de Rectores adversa a la incorporación de Castilla del Pino, Sacristán, Sánchez-Mazas, Castells y Vidal Beneyto al cuerpo docente universitario. Esta serie de actos y mi condición de testigo y actor de la universidad española desde antes de nuestra guerra civil me dan alguna autoridad, creo, para ampliar cronológicamente al ángulo de la mirada y considerar lo que el rechazo de profesores efectivos y de profesores posibles ha sido desde que en el Burgos de 1936 comenzó la «depuración» de los cuerpos administrativos, y, por tanto, la exclusión de no pocos hombres que eficaz y calificadamente pudieron servir al Estado y a España.Varios grupos es posible discernir:

1º Los que no sólo de la vida universitaria, también de la vida a secas, fueron rechazados. Entre los que a tal respecto podrían ser citados, déjeseme nombrar tan sólo al que fue eminente maestro mío en la facultad de Medicina de Valencia, el médico legista Juan Peset.

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2º Los administrativa y políticamente «depurados», hubiesen o no hubiesen optado por el exilio al término de la guerra civil. Los primeros, legión, para mal de España y para bien de todos los países de las tres Américas y de alguno de Europa. Entre los segundos, basten aquí los nombres del histólogo Tello, el químico Moles, el historiador Deleito, el patólogo Casas y el jurista Boix; aunque cierto número de éstos, a favor de alguna «clarita» en la habitual dureza, pudiesen volver luego al servicio activo.

3º Los que en 1939 decidieron seguir en España, y tanto por vocación como por formación se hallaban en potencia próxima de ser excelentes profesores universitarios. Mencionaré varios, entre los que por una razón o por otra he conocido más de cerca: el cirujano González Duarte; los internistas Rof Carballo, Vega Díaz y García Sabell, el fisiólogo Oriol, los historiadores del arte Lafuente Ferrarl y Gaya Nuño, el erudito Rodríguez Moñino, los filósofos Marías y Rodríguez Huéscar, los matemáticos Flores y Gallego, el constitucion alista García Pelayo.

(Un breve paréntesis. Obtendría el lector una imagen desfigurada de nuestra realidad histórica si yo omitiese aquí la mención de los que, jóvenes republicanos en los años inmediatamente anteriores a 1936, a fuerza de tesón y saber lograron saltar sobre la barrera represiva de la selección universitaria. En representación de todos ellos, tres nombres: Rafael Lapesa, Francisco Grande y Angel Vián.)

4º Las víctimas del último espasmo represivo -último en cuanto a la universidad- del régimen franquista: Tierno, Aranguren, García Calvo, Aguilar Navarro, Montero Díaz.

5º Los que no por veto, sino por votación mayoritaria, acaba de rechazar el Consejo de Rectores; rechazo del que ha sido secuela la varia protesta periodística a que antes aludí. Una pregunta se levanta dentro de mí: en el ánimo de los que en ese decisivo consejo han votado no, ¿cómo y en qué proporción se han mezclado el espíritu de cuerpo, la actitud política, de ningún modo excluible en alguno de los votantes respecto de alguno de los excluidos, y una valoración de los méritos científicos y docentes de los rechazados tal vez objetivamente rigurosa, pero acaso un poco olvidadiza del nivel en que no pocas veces se mueve hoy nuestra docencia universitaria?

A quienes con verdadera voluntad de perfección y no por mera e irresponsable voluntad de alharaca se dedican ahora a la denuncia o el vituperio de los males universitarios, quizá les sea útil el triste cuadro que los párrafos precedentes tan sumariamente diseñan. Con ese propósito los he ofrecido yo. Porque tras la consideración atenta de la historia reciente de nuestra universidad, esto es, tras un detenido y leal examen de los cuatro rasgos más salientes de esa historia -progresivo aumento de la calidad de la docencia y la investigación universitarias entre 1900 y 1936, brutal corte de este proceso entre 1936 y 1945, ulteriores tentativas parciales, felices algunas, encaminadas a recobrar o a rebasar el nivel antiguo, masificación y confusión crecientes durante los tres últimos lustros-, dos conclusiones deben imponerse en las almas: un «Nunca más», frente a cualquier anienaza de nuevas depuraciones, y un «Algo puede hacerse», ante cualquier asechanza, tan tentadora, a veces, de nuevos desánimos.

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