Editorial:

La crisis de Abril

EL SOMBRIO informe de la OCDE sobre la economía española, la dimisión del señor Del Moral y la intervención en Televisión del señor Fuentes Quintana y del señor Termes han situado en el centro del escenario la idoneidad de las estrategias gubernamentales contra la crisis y la capacidad del equipo ministerial para controlar e instrumentar tales medidas. La inminencia del reajuste del Gobierno está cargando de resonancias añadidas el debate y oscureciendo los argumentos. Sería absurdo ignorar que el vicepresidente Abril, al que se te imputan serias responsabilidades en el insuficiente tratamient...

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EL SOMBRIO informe de la OCDE sobre la economía española, la dimisión del señor Del Moral y la intervención en Televisión del señor Fuentes Quintana y del señor Termes han situado en el centro del escenario la idoneidad de las estrategias gubernamentales contra la crisis y la capacidad del equipo ministerial para controlar e instrumentar tales medidas. La inminencia del reajuste del Gobierno está cargando de resonancias añadidas el debate y oscureciendo los argumentos. Sería absurdo ignorar que el vicepresidente Abril, al que se te imputan serias responsabilidades en el insuficiente tratamiento de nuestras dolencias económicas, es además una personalidad de enorme influencia en toda la política del Gobierno que ha venido gozando de la confianza de Suárez y una pieza clave a la hora de descomponer y recomponer el actual Gabinete.Seguramente el horno de las pasiones está demasiado caliente en el seno de UCD como para esperar serenidad en la polémica sobre la gestión de Abril y su responsabilidad en el terreno del control del gasto público y en la instrumentación de la política económica. El arreglo de los contenciosos dentro del Gobierno, el despertar de las ambiciones ante la inminente crisis ministerial y la satanización o santificación desde la oposición de determinados líderes de UCD siembran de ruidos la discusión. En cualquier caso parece obligado señalar la diferencia entre los objetivos de la política económica y su instrumentación práctica y entre el papel político que desempeña Abril en el Gobierno y sus funciones como gestor de la economía española.

Se acusa -con razón- al vicepresidente de estar restando eficacia a la Administración pública y trabando la actuación de los ministerios económicos, y es cierto que en más de una ocasión Abril Martorell ha provocado cortocircuitos y ha construido puentes para saltarse instancias que te resultaban incómodas. Así no puede funcionar el Estado. La Administración pública pide a gritos una drástica reforma, pero sin arbitrismos.

Todavía más importante que esa distinción entre la dimensión política de Abril y su idoneidad para manejar en solitario la coyuntura económica resulta la diferenciación entre los objetivos posibles de una estrategia a corto y medio plazo contra la crisis y la instrumentalización concreta de esas directrices.

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La economía española marcha mal en su conjunto, pero no todos sus componentes caminan dificultosamente. La Ford o la Renault no pueden, por ejemplo, compararse con el desastre de Seat. Algunos bancos necesitan oxigeno, pero otros respiran sin ahogos. Almería, la cenicienta de las provincias españolas, se halla en expansión, y muchas zonas de la meseta castellana están mejorando sus rendimientos agrícolas. Tampoco es cierto que todos los componentes de la economía están en regresión. El consumo, que es también un indicador de bienestar material, desafía a los augures del desastre.

La democracia nos llegó en medio de una crisis económica mundial y del encarecimiento energético, con expectativas inflacionistas internas formidables y con una tendencia salarial al alza indiscutible. Las promesas del Estado de socorrer a los sectores necesitados de cobertura se formularon en los tres años con tan generosa irresponsabilidad que han desbordado las posibilidades presupuestarias. La depreciación de la peseta y la política monetaria restrictiva, a mediados de 1977, mejoraron de manera espectacular la competitividad del sector exterior y de la balanza comercial y redujeron la inflación en diez puntos a lo largo de un año. Estos resultados crearon la ilusión de que era posible salir de la crisis con una estrategia articulada exclusivamente en torno a la política monetaria y llevaron a posponer ajustes en otros sectores. Pero tampoco idealicemos el pasado. En diciembre de 1978 nuestra tasa de inflación era del 16,5 %, frente al 8,3% del resto de los países de la OCDE, a la vez que el crecimiento salarial en España era del 20%, frente al 9% europeo.

El presupuesto del Estado se desangra con los gastos de personal de toda la Administración del Estado, incluidas la Seguridad Social y las corporaciones locales, y tiene que hacer frente a los parados que la inflación crea y a los nuevos pensionistas. La inversión pública propiamente dicha sólo llega al 1,0% de los gastos totales de las administraciones públicas. Y el creciente déficit presupuestario se emplea, para colmo, de forma desacertada. Así, más de un tercio de los gastos de inversión se destinan a empresas y sectores en crisis, aparte de los suculentos pellizcos menores que se llevan la Televisión y la antigua Prensa del Movimiento.

¿Qué se puede hacer en estas circunstancias? Tal vez, mucho; posiblemente, bastante, y, de seguro, algo. Al tan y al cabo, otros países se han organizado para seguir viviendo dentro de los condicionamientos de la crisis energética sin que sus economías estén amenazadas por la quiebra. Habría que realizar un esfuerzo solidario para reducir las expectativas individuales de ser cada cual más rico en un país colectivamente más pobre y de aumentar tos ingresos de los empleados a costa del incremento del paro, lo que presupone una drástica reforma de la Administración pública, a fin de reducir los gastos, volcar los recursos fiscales en inversiones productivas o mejores servicios públicos y hacer eficaz la maquinaria estatal. Y para que el sector privado recupere su pulso y se reanime la inversión, única manera de crear puestos de trabajo, es preciso el desmantelamiento de las trabas intervencionistas.

El alza del dólar puede ayudar a nuestro sector exterior a recuperar su competitividad. La conflictividad laboral ha disminuido y los sindicatos más responsables, al rebajar de manera razonable el nivel de las reivindicaciones salariales, están contribuyendo a ese ajuste realista de las expectativas. En Cataluña y en el País Vasco, la culminación del proceso autonómico y la subida al Gobierno de Convergencia y del PNV, afines en sus intereses e ideologías económicas a UCD, pueden ayudar a la realización de una política económica global.

Queda, sin embargo, la más importante incógnita por resolver en la ecuación. Porque si el Gobierno no pone orden y concierto en la instrumentación de su política económica, no procede a una reforma drástica de la Administración pública, no reduce los gastos corrientes del Estado para reconducir los recursos fiscales hacia la inversión productiva, no sanea la empresa pública del despilfarro, la corrupción y la ineficiencia que la atenazan y no da ejemplo en la conducción de su propia gestión carecerá de argumentos políticos y de razones morales para que la sociedad española acepte realizar la travesía del desierto de la crisis económica con ánimo para sobrellevarla y con esperanza de superarla.

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