Tribuna:

Canciones y erotismo en María Jiménez

El escenario del Florida Park es hoy como un gran lago de madera flexible con vaporosos márgenes azules. Finas olas de luz inaugural. Caras marcadas tenuemente por las arrugas de la fama. Chapotear congelador de alcoholes contra el mantel de los residuos tristes. En la sala, las nutridas y oscuras sombras de personas nacidas sentadas y la de un hombre en pie que ahora se inclina para desplegar bajo una hermosa nuca, sobre unos frágiles y desnudos hombros, un chal de lana blanca orlado de borlillas. La cabeza, de alto tocado, se hace atrás levemente, el cuello se curva y los hombros se alzan en...

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El escenario del Florida Park es hoy como un gran lago de madera flexible con vaporosos márgenes azules. Finas olas de luz inaugural. Caras marcadas tenuemente por las arrugas de la fama. Chapotear congelador de alcoholes contra el mantel de los residuos tristes. En la sala, las nutridas y oscuras sombras de personas nacidas sentadas y la de un hombre en pie que ahora se inclina para desplegar bajo una hermosa nuca, sobre unos frágiles y desnudos hombros, un chal de lana blanca orlado de borlillas. La cabeza, de alto tocado, se hace atrás levemente, el cuello se curva y los hombros se alzan en un gesto que traza, ensancha y tensa el consentimiento, la tierna sumisión, la gratitud, el abandono...Cuando ese gesto se detiene surge María Jiménez para completarlo. Blanco vestido transparente, con raja generosa al lado izquierdo. La rubia cabellera, en libertad, protege con reflejos dorados los movimientos ondulantes de su cuerpo. Y de sus labios sensuales mana un aire nocturno de puntual resurrección: «Entre mis manos y la tarde / ya no me acuerdo del olvido. / Ando de sol con tu milagro. / Desde el amor todo regresa / como los pájaros y el alba.» Para quien sólo hace una hora se hallaba en el estreno de Quadrophenia, el delirio es legítimo. Pienso así, de repente, en las pellizcadas relaciones que se establecen en los egipcios entre el campesino y el intendente.

Se abren aquellos templos y empezamos a caminar con luz muy granizada por las salas hipóstilas. Dehuti-Necht se dirige lentísimo y majestuoso a una rama de tamarindo y va a azotarle todos los miembros al agricultor. Qué luz de topacio la de esas puertas al abrirse en otras puertas y engendrar en las últimas sucesiones un gran navío. Asomémonos y veamos detenido con gracejo ese grupo escultórico que se esboza a través de las manos elocuentes de María Jiménez. El campesino está ya curvado, pues en cualquier momento pueden ya descender los azotes. Supongamos lezamescamente que prolonga su espera curvado: como la relación no es inmediata, aquí los golpes no nacen de la cólera, sino de un estilo lentísimo, entre el doliente y el intendente; el campesino se mantiene tieso mientras el intendente yerra por el bosque buscando sin apresurarse el ramo de tamarindo para golpear todos aquellos miembros que esperan. Al adquirir esa imagen, las puertas van cayendo sobre las puertas, como nuestras resurrecciones, donde un centurión va cayendo dormido sobre otro centurión, viéndose, a hora adecuada para el milagro, cómo la siesta cae intempestiva sobre un gran ejército. Si aceptamos que esa imagen puede hacerse precisa como una cronología leída en un papiro por Champollion, podemos ver aún las más contrapuntísticas y sutiles asociaciones que puede ofrecer la lenta dificultad egipcia. Cortamos así ese estado de evaporización, acercándonos más y más a lo que cristaliza en María Jiménez: «Yo no entiendo esas cosas / de las clases sociales, / yo sólo sé que me quieres / como te quiero yo. » Fusión del campesino y del intendente, del amante canalla y de la enamorada decente: con esa lentitud que nos ofrendan las caderas, los dedos y la risa de la cantante.

Fidelidad apasionada

Fidelidad apasionada: «Tú serás principio y fin.» Dirige unas palabras al personal y dice que ahí está, cada vez con más ganas de cantar y totalmente disponible «pa todo lo que ustedes quieran». Por si las moscas, la canción: «Ni te quiero ni te odio. / quiero bien que me comprendas / que eres uno más de tantos / que yo nunca conociera.» Todo el mundo comprende. Se acabó. Ella introduce pausas estratégicas, da pie y pierna al murmullo y pregunta al que pica: «¿Cómo?». Para encadenar: «No me vengas con pamplinas / ni me pidas que te ayude./ Cuando te necesitaba / yo jamás a ti te tuve. » Pero vienen los celos al instante, la duda, el baile, los suspiros y la revelación: «Yo quiero con el alma, / tú quieres por querer; / yo soy sincera en todo, / tú tienes la costumbre / de no corresponder. » Por eso, sentada a ras del suelo, se interroga: «¿Qué quieres que diga de ti?». Aplausos estruendosos a esta Madre Coraje que se mofa visceralmente de Bertolt Brecht.

Por fin, la obsesión del verano para orejas alucinadas: «Háblame en la cama, / dime pequeñeces, / dime que tú te creces / cuando estás conmigo.» La crecida es instantánea. Ella señala con el dedo índice: «Tus pequeñas cosas / son mi inmensidad ... » Remoción general.

Un espectador le grita: « i Guapa! » Y ella: « Para guapo, tú. ¡Qué pena que estés casao!» Contra la pena, oscuridad: «Tus brazos / que me aprietan como locos / y luego / este morirse poco a poco / latiendo corazón a corazón.» Finalmente, el triunfo japonés: «Sensación.» Marcha y rabia de amor. Luz blanca. Vestido cada vez más transparente. Rosas rojas. Movimientos insinuantes. Y la confirmación de que María Jiménez, provocadora y reservada a un tiempo, es, hoy por hoy, la única que ha sabido trocar sus caprichos en la leyenda de la ley. A palo seco: «Si me doy, me doy entera.»

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