Tribuna:

Teatre Lliure: sensibilidad y coherencia

El Teatro Libre de Barcelona ha dado en Madrid representaciones de cinco obras seleccionadas de entre los trece espectáculos que ha montado en sus tres años de existencia. Probablemente trataba de demostrar como un pequeño grupo -diez actores, tres directores, un gerente y dos técnicos-, trabajando seriamente su oficio, puede llegar a una versatilidad permanente. Lo ha conseguido. Los mismos actores, los mismos directores y escenógrafos pueden pasar fácilmente de la tragedia dura y sangrienta -Tito Andrónico- a la comicidad paródica de un musical -La bella Helena-; pueden hacer b...

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El Teatro Libre de Barcelona ha dado en Madrid representaciones de cinco obras seleccionadas de entre los trece espectáculos que ha montado en sus tres años de existencia. Probablemente trataba de demostrar como un pequeño grupo -diez actores, tres directores, un gerente y dos técnicos-, trabajando seriamente su oficio, puede llegar a una versatilidad permanente. Lo ha conseguido. Los mismos actores, los mismos directores y escenógrafos pueden pasar fácilmente de la tragedia dura y sangrienta -Tito Andrónico- a la comicidad paródica de un musical -La bella Helena-; pueden hacer brillar un diálogo irónico y lleno de intención -Abraham y Samuel-, hacerse adorables en una farsa romántica, de sentimentalismo desencantado -Leoncio y Lena- o dramáticos y profundos en una obra psicológica -La noche de las tríbadas- Es el viejo arte del teatro, que en Madrid se está desmoronando.Probablemente será un esquematismo demasiado fácil alegar las diferencias profundas entre Madrid y Barcelona para evaluar este teatro. Madrid es una ciudad nerviosa y mutante, ocupada desde hace muchos años por sus enemigos, que ha perdido una coherencia unitaria, un sentido de su propio idioma, al mismo tiempo que perdia, en un urbanismo dislocado, todo un grupo de tradiciones, permanencias, constantes. Barcelona, quizá como respuesta a la forma en que fue maltratada, como afirmación de su burguesía, una coherencia, una tensión más uniforme, un culto a su propia lengua, un mayor respeto a las formas tradicionales. Mientras aquí el teatro es una batalla frenética, de gentes enrabietadas y rudas, en Barcelona parece que hay una mayor preocupación por aquello que se crea. Las batallas y las polémicas parecen tener otro sentido (existen, y el Lliure es el centro de alguna de ellas).

Esta cooperativa tiene un sentido de estabilidad, una sala propia, un concepto de la necesidad de un público para existir; unas ayudas económicas que no despilfarra -los montajes no son excesivamente caros, a juzgar por lo que hemos visto- y puede desarrollar una labor continuada. Digamos también que en Barcelona el teatro ha tenido siempre un sentido vocacional más fuerte que en Madrid, donde hay un exceso de tensión por alcanzar la profesionalidad, que a veces produce un resultado erróneo al ahogar ciertas condiciones intrínsecas de lo que tiene que ser un arte. En el Teatro Libre de Barcelona existe constantemente la preocupación vocacional; esto quiere decir que los actores parecen entregados a su oficio con una cierta alegría y que gozan ejerciéndolo. Su condición profesional les impide abusar de él y evitan los excesos frecuentes de los nuevos ricos de la expresión corporal, la modulación de voces o la esgrima, capaces de alterar con su exhibición cualquier texto, pero también los utilizan como consecuencia de un trabajo largo y estudiado, de vocación y de afición, que les aleja de la creencia en su ciencia infusa que tienen muchos profesionales.

Se podría decir que hay una humildad básica en el trabajo del Teatro Libre. No tratan de «ponerse estupendos» -como reprochaba un personaje de Valle-Inclán a otro-, no pretenden la sublimidad. No son de los que creen que el teatro sería perfecto si no existiera el público. Parece, cosa rara, que aman al público, sin tratar de halagarle y sin tratar de forzarle a que vez lo que no quiere: no le culpabilizan, como es tan frecuente. Buscan hacerse entender. Buscan hacer entender a Shakespeare, a Büchner, a Peter Hacks, en Enquist o a Victor Haim. No siempre es fácil y, al menos en su temporada, de Madrid, siempre lo consiguen. No es fácil hacer aceptar a un público de hoy una brutal tragedia con dagas, venenos, saetas, pasteles de carne humana, como es Tito Andrónico; un fragmento sombrío y nórdico hasta el fondo de la vida de Strinberg, como en La noche de las tríbadas; o hacer una parábola de la lucha de clases por encima de la solidaridad racial y religiosa mediante un cuento judío en el que se relatan otros cuentos judíos, como en Abraham y Samuel.

En Madrid este trabajo de transportar al público unas esencias culturales normalmente difíciles tenía una dificultad suplementaria: la del idioma. Una barrera, evidentemente, difícil, que ha desesperado a muchos espectadores. No es lo mismo seguir el desarrollo de una obra cuando se puede seguir -por medio de una sinopsis, o por el conocimiento anterior de la pieza- que apreciar todos sus matices, toda la riqueza de su diálogo. Incluso el mejor juego actoral o la intención de la dirección de escena y de la escenografía pueden no apreciarse en su totalidad cuando falta la apreciación de la palabra, sobre todo en un tipo de teatro como el que cultiva el Teatro Libre, tan defensor de los textos y de la expresión verbal (y esta es una de sus virtudes).

Sin embargo, ha hecho bien el Teatro Libre en venir a Madrid utilizando su idioma: un idioma que le ha dado parte de su coherencia y que está en su razón de ser. Sobre todo, si tenemos en cuenta que venía por una temporada muy breve y a dos salas especiales -el María Guerrero, como teatro nacional, y la sala Cadarso, como experimental-. Otra cosa sería si viniera para una temporada larga y menos de exhibición. El grupo Dagol-Dagom, con Antaviana, trabajó en castellano y tuvo una larga adhesión de público. Pensemos que alguna vez el Teatro Libre venga a Madrid con una o dos obras montadas en castellano, para un público amplio que sabrá apreciarlo.

Señalemos, como resumen, las virtudes esenciales del Teatro Libre, tal como lo hemos visto en Madrid: 1.ª, un respeto al texto, a la palabra; todas las obras son de mucha densidad verbal, y la dirección no ha tratado de devorarlas con el espectáculo; 2.ª, un trabajo de primer orden por parte de los actores, capaces de pasar de lo trágico a lo cómico, entonados todos ellos, sabiendo conjugar lo profesional con lo vocacional; 3.ª, unas direcciones sensibles, dedicadas en primer lugar al desentrañamiento del texto, muy hábiles en conseguir el concierto de voces y el llenar el escenario sin dejar huecos culpables; 4.ª, unas escenografías que no pretenden ser protagonistas, en las que la estética no se pasa, sino que sirve el texto, en las que los elementos no buscan la grandiosidad ni abruman al espectador; sirven el juego escénico y sugieren todo aquello que tienen que sugerir. Finalmente, un propósito común, una empresa común: un sentido del teatro como elemento de la sociedad y de la comunidad, sin énfasis, sin sublimidad, sin soberbia.

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