Tribuna:

"La crítica desde la crítíca", sobre un artículo de Victoria Combalía

Hace unos años, en este país apenas nadie se hubiera atrevido a dar por buena la definición del arte por Ravel, aquello del encanto siempre renovado de una ocupación inútil. «Urgente debate teórico» era la consigna homologada. Un poco más, y todo lo acabábamos resolviendo en teoría. La historia del arte era la historia del progreso, los finisterres se sucedían hacia el grado cero como densos capítulos de Marchán, los artistas valían como ilustración de rupturas, las rupturas a su vez eran antes que otra cosa reflejo de superiores proyectos políticos.Se perdía realmente mucho tiempo. Por...

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Hace unos años, en este país apenas nadie se hubiera atrevido a dar por buena la definición del arte por Ravel, aquello del encanto siempre renovado de una ocupación inútil. «Urgente debate teórico» era la consigna homologada. Un poco más, y todo lo acabábamos resolviendo en teoría. La historia del arte era la historia del progreso, los finisterres se sucedían hacia el grado cero como densos capítulos de Marchán, los artistas valían como ilustración de rupturas, las rupturas a su vez eran antes que otra cosa reflejo de superiores proyectos políticos.Se perdía realmente mucho tiempo. Por eso, cuando los espíritus más lúcidos convienen en la necesidad de romper los círculos infernales de la ruptura y la teoría, el espectáculo patético lo dan quienes, aceptando sólo en apariencia el naufragio de un determinado tipo de discursos, se empeñan en recordarnos oportunamente que existen aún, en pedazos, las viejas banderas.

Victoria Combalía escribió hace tiempo cosas bastante sorprendentes, proponiendo, entre otras cosas, «una alternativa materialista a la cuestión de la naturaleza del arte». Estos últimos años, parecía estar algo de vuelta, aunque no se notara mucho en su austera revista Artilugi. Pero la antigua apóstol del conceptualismo acaba de demostrar que está dispuesta a no olvidar unas cuantas verdades teológicas. Su último artículo en Batik («La crítica desde la crítica ») revela muy a las claras cuáles son sus preferencias críticas. Los elogios se reparten entre marxistas (Marchán, Bozal) y catalanes rigurosos (Dols, M. T. Blanch, Artilugi). Los palos se concentran, con cierta saña, sobre la literatura barata madrileña, ejemplificada por un fragmento de Patricio Bulnes sobre la pintura de Alcolea.

La argumentación es transparente, y más en boca de Victoria Combalía: puestos a hacer balance, se trata de reagrupar como globalmente correcta (palabra de su predilección) precisamente a la crítica del naufragio. Absuelto Bozal, al que se llega a calificar de figura heterodoxa y llena de tiento; absuelta la jerga pretendidamente analítica de María Teresa Blanch (viene una muestra sin desperdicio en el mismo número de Batik); absuelto el flanco sociologista de Artilugi; absuelto con reparos el pintoresco Dols, ¿quién va quedando en el banquillo de los acusados? Está claro: la hidra de la joven crítica madrileña, nacida al calor del gordillismo, del interés desenfrenado por el sujeto, de la afición por lo poético y lo alambicado. «En Barcelona no tenemos nada de eso.» Nada de literatura barata, etcétera.

Lo malo de estos torpes maniqueísmos, de estas declaraciones de guerra antimadrileñas, es que pueden volverse contra quien los esgrime. Gordillismos, desenfrenos subjetivos, literatura, alambicamiento, probablemente a quién no le dejen dormir sea a la Combalía. Soy testigo de que, en Madrid, la llamada crítica joven -hasta en sus ejemplares más poéticos o alambicados- ni tienen a Gordillo por confesor ni se ha pasado con armas y bagajes al campo de las bellas letras. Soy testigo de que Patricio Bulnes nunca se ha propuesto escribir cosas alambicadas, y de que tampoco Alcolea deja de dormir por culpa del gordillismo. Y puestos a hacer confesiones, les diré a la Combalía y a quienes suscriban su carta de batalla a favor de las viejas banderas, que francamente en Madrid lo pasamos mejor leyendo la estupenda prosa de Patricio Bulnes, su reflexión de alto nelo, que durmiéndonos sobre las páginas de Artilugi o sobre los delirios de Dols. En Madrid es que somos así de cursis.

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