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En el fracaso de los autómatas

Hablar y luchar contra la automatización (y la centralización y la programación, que necesariamente la acompañan) era, por las fechas que era uno muchacho y aún algo más tarde todavía, una empresa más bien triste y desairada, porque parecía que había de hacerse en nombre de la añoranza (romántica, como se decía entonces) de unos modos de vida, tal vez más gratos y sustancioso en el recuerdo, pero irreparablemente pretéritos, y contra otros modos de vida, tal vez más uniformes y severos, pero que la marcha de los tiempos imponía inexorablemente; de modo que oponerse a ellos no sólo era retrógra...

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Hablar y luchar contra la automatización (y la centralización y la programación, que necesariamente la acompañan) era, por las fechas que era uno muchacho y aún algo más tarde todavía, una empresa más bien triste y desairada, porque parecía que había de hacerse en nombre de la añoranza (romántica, como se decía entonces) de unos modos de vida, tal vez más gratos y sustancioso en el recuerdo, pero irreparablemente pretéritos, y contra otros modos de vida, tal vez más uniformes y severos, pero que la marcha de los tiempos imponía inexorablemente; de modo que oponerse a ellos no sólo era retrógrado, delicuescente y reaccionario (dicterios que lo mismo venían de los hombres de empresa a la moderna que de los militantes de oposición, pero progresista y realista), sino que, además, no servía de nada, puesto que los nuevos modos de producción, ya capitalista o ya anticapitalista, exigían la automatización (y la centralización y la programación) como una condición inherente a ellos, y de ese destino no podía escapar nadie ni nada.Arrinconados andaban, como antiguallas utópicas que nada habían de contar para el futuro, libros como aquel Erewhon de Samuel Butler, donde la revolución se había hecho contra las máquinas que, derrotadas y destruidas, no habían dejado más que unos ejemplares selectos en los museos de Erwhon (una aleta de avión supersónico -digamos-, un cronómetro electrónico, un teclado de computadora) para aleccíonamiento y recuerdo de las nuevas generacíones, si es que había de haber tal cosa.

Así que, en aquellas condiciones de hace unos veinte o treinta años clamar contra el desarrollo y la imposición de los procedimientos automáticos era tarea vergonzante, carente de dígnidad y de consideración seria por parte de los prohombres de la política y la ciencia, y recluida al limbo de las actividades de vegetaríanos, nudistas, tañedores de arpa, campaneros y filósofos provincianos.

Y con justicia había de ser así, en tanto que duraran aquellas condiciones; pues sólo puede una denuncia y una negación de lo imperante tener fuerza (y con ella ganarse la consideración de la ciencia y la política vigentes) cuando le da fuerza un fallo y una resquebrajadura evidente de lo irnperante que atacaba. La revolución no puede tener otra fuerza que las debilidades del Poder. La crítica no puede tener otra verdad que la mentíra de las verdades dominantes.

Ya comprendes, ingenioso y piadoso lector, con cuánta alegría no habremos de recibir, los que andábamos metidos en esos debates desde antaño, el hecho de que estos últimos lustros, al tíempo que se aceleraba y aumentaba la automatización (y la centralización y la programación) en todo el mundo, ello se haya venido a las claras acompañado de un aumento en la evidencia del fracaso y la inutilidad de los autómatas; que, en tanto que capital y Estado, siguen ímponiéndoselos a sus masas, esa evidencia de inutilidad se vaya ya haciendo casi por todas partes voz del pueblo.

De manera que, para denunciar su dominio y su mentira, basta ya con echar cuentas, y aquí estos días pasados me había puesto a recordarles, a propósito de ascensores, automóviles, autopistas, computadoras y ordenadores, horarios laborales, objetos televisivos, teléfonos o trenes, algunas muestras sensibles de cómo el proyecto de progreso consigue lo contrario de lo que prometía: la programación, que debía servir para dar segurídad a las gestiones y eliminar las incertidumbres del futuro, no hace de hecho sino aumentar la incertidurnbre de cualquier empresa y exacerbar en las gentes aquel animus futuri anxius de que rni santo hablaba, la ansiedad y la ángustia de lo por venir; la centralízación de Gobiernos y servicios que, a costa de gravosos sacrificios de peculiaridades y de iniciativas, prometía una ordenación más racional y justa, lo que ha conseguido en verdad es un caos ordenancista apabullante (cuando no es la reducción al miedo congelador de todo) y una distribución del mundo en aglomeraciones y desiertos; las máquinas y los autómatas que, reemplazando a los esclavos, iban a aliviarnos del trabajo y a poner más y mejores y rnás baratos bienes terrestres al alcance de todo el mundo, lo que han hecho es hacer más maquinal, pero no menos, el trabajo de los hombres, y, sobre todo, hacer más y más trabajoso el tiempo libre.

¿Por qué esto ha tenido que ser así, y por qué ningún Gobierno, empresa ni organización ninguna puede hacer nada en contra de que así sea, sino bien, por el contrario tampoco es tan difícil de entender, en cuanto uno se niega a dar por verdaderas las ideas que el Poder central mismo, que la propia gestión automática y prograniática han tenido que imponer en las almas de cada uno de sus súbditos y contribuyentes.

Ello es que, aunque los hombres deseen de alguna manera ser libres (vivir a la ventura y descubrimiento, perderse en la pereza y el olvido), lo cierto es que el hombre, en cambio, quiere el orden total, la seguridad de sí mismo y de todo, tener un camino trazado y un destino. Que esa voluntad del hombre sea realizable o no, no hace falta aquí que lo discutamos, basta por hoy con pensar en lo que ese proyecto del hombre nos exige: exige la simplificación, la reducción de las cosas (y de los hombres con ellas) a la abstracción, a la idea de sí mismas. Parece que la variedad y la riqueza de las tierras y los sentimientos, de las gentes y la vida, sea como sea de infinita, es lo bastante grande para que ningún plan de ordenación, desde el futuro y desde lo alto, pueda aplicársele sin reducirla a pobreza extrema, a norma rígida, a extensión geométrica y a número; toda programación, toda centralización, toda automatización es incapaz de aplicarse a las cosas y a los hombres directamente, sino sólo a sus conceptos abstractos, y así irnpone lo primero la transformación de las cosas y los hombres en concepto (por ejemplo, concepto de «vivienda», de «autopista», de «puesto de trabajo», de «jornada», de «coito», de «orgasmo», de «francés», de «vasco», de «ejecutivo», de «obrero», de «hombre»), el concepto que ya desde la invención de los números cardinales (esto es, desde el arranque del capital y del Estado) ha empezado a imponer su dominio sobre las posibles cosas indefinidas.

Leyes inviolables

Ahora bien, todo Gobierno (y más cuanto más grande su dominio), toda organización empresarial o política o científica (y más cuanto más potente y permanente se pretende) están fundados justamente en la simplificación y la abstracción, en la reducción de las cosas a sus ideas. Ya se ve lo que van a poder hacer contra ellas y la mentira que, por la esencia misma de Estado, empresa, partido y organización, han de ser sus promesas de liberación, de vida mejor o de riqueza.

Bien al contrario, todos ellos no podrán síno obedecer al ideal mortal que los sustenta y al, imponiéndolo, imponerse, su dinámica seguirá siempre las siguientes leyes inviolables: I) el aparato debe producir, sea lo que sea; II) el mismo debe consumir, sea lo que sea; III) la gente ha de tra.bajar, aunque no haga falta; IV) todos para uno y uno para todos; V) cualquier íniciativa surgida de abajo, desde la gente, ha de recogerse en lo alto y distribuirse desde el centro; VI) por la sumisión al futuro y la programación de la vida, la muerte, que acaso no estaba tan segura, ha de asegurarse- VII) el sueño de la espontaneidad ha de sustituirse por la realidad del automatismo.

Por cierto que esa sustitución está fundada a nivel, como se dice, individual, en las más profundas raíces del alma humana; hablando el otro día entre estudiantes de Ciencias de la Información se nos ocurrió una formulación tal vez bastante exacta sobre la operación del lenguaje en esto: que la adquisión por uno del sistema de la lengua es el primer caso de creación de un centro de mecanismos automáticos; esto es, por tanto, subconscientes, cuyo funcionamiento así arraiga en y se alimenta de los mecanismos biológicos o no conscientes que se suponen previamente establecídos en el organismo; y así el automatismo (el lingüístico, sobre el que todos los demás se montan) sustituye a la supuesta espontaneidad, y es así lo mísmo y lo contrario que ella.

Pero que esta evidencia de que yo soy también Estado y yo soy también dinero no vaya a servir de razón para renunciar a la vida y para someterse al concepto y al progreso; haría falta para eso creer como el Poder quiere que se crea, que todo está hecho y que su plan no sólo es realizable, sino fatal. Pero no, puede que haya todavía en mí algo vivo, espontáneo y libre, que no sea yo; o, si no es en mí, en la gente que no se cuenta.

Parece como que queda, pese a la imposición violenta y propagandística del plan de automatización, centralización y programación, alguna cosa que no se deja reducir del todo a idea, alguna cosa que incluso, al aliento de alguna sugerencia de fracaso de los autómatas, se atreve a hablar. Y es de ese todavía de donde se levanta, frente al plan, una protesta incansable de: «No era eso, no era eso », y un deseo o añoranza que nunca Gobierno central, ni empresa automática, ni partido programado, pueaen contentar. ¿La añoranza del paraíso perdido? Si queréis llamarlo así; pero que no sirva para despreciarlo por utópico o idealista, porque es todo lo contrario.

La añoranza lo invade todo, y cada vislumbre de felicidad de los privilegiados, cada aparición de algo de vida palpable, sustanciosa, sin futuro, sirve para reavivar ese deseo indefinido. Por ejempIo, si queréis, realistas de vosotros, idealistas historicistas, que lo ponga en términos de historia: lo que desean los proletarios del mundo (no unidos, desde luego) es la felicidad de la burguesía: es el bienestar y savoir vivre de los prívilegiados de la burguesía inglesa de por 1850-1914; la riqueza de las grandes josás de recreo, con su mansión con veinte cuartos de invitados, su laguito con nenúfares y su pueblecito cerca con hostelería de veladores de mármol para tomar el te con pastas.

Es también figura del deseo la felicidad de las novelas burguesas, que es el trasunto hístórico del paraíso; y como criterio para evitar que al pueblo le den el pego y le cambien felicidad por nivel de vida, esa imagen misma sirve; corregida, naturalrnente, con la nota de que no sea para unos privilegiados, a costa de los niños tísicos de las minas de carbón, sino que sea (como puede; gracias entre otras cosas -ioh!-, a las máquinas y los autómatas; y a la anticoncepción también, de niños y conceptos) que sea para el común y cualesquiera; pero, eh, sin perder por ello un ápice de sus gracias en aras de ideal ninguno, mejoradas, si acaso, las gracias de la dorada burguesía, suprimiendo, por ejemplo, algnunas modemidades ya idealistas que la desdoraban, como esa manía de la Plumbery, que las damas inglesas extendieron por el mundo con más fe que el evangelio y que ahora sirve para clasificar hoteles infarnes, con cuartos de 2,5 metros de alto y tabiques de diez centímetros, como de lujo o de cuatro estrellas por el criterio central de que tienen cuarto de baño, y más si encima tienen refrigerador zumbante, aire acondicionado y pantallita de teIevisión. Esas comodidades, para los nuevos ricos.

Pues no, señores, el grito es: «¡Riqueza palpable y burguesía dorada para el pueblo! », y no miseria progresada para todos. Tiemblen, señores, aunque acá abajo no sepamos, como ustedes, qué es el nivel de vida y el futuro perfecto, seguimos sabíendo oler felicidad donde quiera que asome, y nos negamos a venderla por la mentira de orden que su automatización, centralización y programación en vano nos prometen.

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