Crítica:CINE

Confidencias puritanas

Se diría que Ingmar Bergman, después de su poco afortunada incursión en la época prenazi, vista a la luz del prisma expresionista, una vez vuelto a su patria y a sus meditaciones, hubiera escogido esta vez la senda más segura por más conocida de sus viejos temas, sus problemas morales y sus paisajes habituales.La historia que en esta ocasión nos narra, sin embargo, es difícil que trascienda, como tantas de las suyas, más allá de los puros límites convencionales. Su indagación del alma femenina a ratos convence, a ratos queda en sutiles vaguedades, aparte de hallarse toda ella teñida de un sote...

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Se diría que Ingmar Bergman, después de su poco afortunada incursión en la época prenazi, vista a la luz del prisma expresionista, una vez vuelto a su patria y a sus meditaciones, hubiera escogido esta vez la senda más segura por más conocida de sus viejos temas, sus problemas morales y sus paisajes habituales.La historia que en esta ocasión nos narra, sin embargo, es difícil que trascienda, como tantas de las suyas, más allá de los puros límites convencionales. Su indagación del alma femenina a ratos convence, a ratos queda en sutiles vaguedades, aparte de hallarse toda ella teñida de un soterrado tinte puritano de una supuesta dualidad inconciliable entre familia y arte. Alguien dijo cierta vez tratando de este autor que sus filmes por lo general, dentro de la más pura tradición del melodrama, serían difícilmente soportables si no fuera por sus actores excelentes, por la luz de su operador y la plástica exquisita de sus ambientadores. Y algo hay de verdad en ello, pues en Bergman, como en Fellini, al que por cierto admira tanto, todo va por caminos en los que nunca se llega a saber dónde termina el arte y dónde empieza el artificio.

Sonata de otoño

Guión y dirección de Ingmar Bergman.Intérpretes: Ingrid Bergman, Liv Ullman y Lena Nyman. Fotografía: Sven Nykvist. Suecia. Drama, 1978. Local de estreno: Cine Azul

Así, este gran melodrama, que en un principio nos sorprende, nos intriga e incluso emociona, poco a poco nos defrauda entre cataratas de palabras, planos cortos, silencios y saltos atrás que a modo de alivio intentan retratar viejas escenas de antiguos interiores. La pasión se complica, se dispara y todos sabemos que al final llegará esa escena inevitable de Liv Ullman, ese sólo cara al espectador con el que su director y amigo le regala y magnifica. Como en sus últimos filmes, a excepción de Gritos y susurros, vuelve a surgir aquí esa cierta relación de narcisismo autor-intérprete que complica el guión un tanto gratuitamente. Incluso la presencia de la hermana enferma añade un,horror más como símbolo innecesario a un mundo ya de por sí bastante feroz, vuelto a la luz a fin de vomitamos su carga oscura de vacío y miseria.

Para este gran reproche o ajuste de cuentas que es en sí la película, el autor se ha servido de dos actrices cuyo nombre acredita de sobra su trabajo. En su duelo de silencios y amenazas, de esgrima verbal, de actitudes terribles o sumisas, Ingrid Bergman lleva la mejor parte. En ella, una mirada vale por cien palabras. Sólo hay que verla acechando, escuchando, meditando, frívola o seria, atormentada o necia.

Es curioso comprobar en este filme cómo cualquier detalle impuesto gratuitamente a un actor o una actriz puede cambiar su realidad hasta volverla inverosímil. Porque ese par de aros dorados con cristal normal, delante de unos o os que no los necesitan hacen que en tanto Liv Ullmann los lleva, no acabemos de creemos esa Eva falsamente ingenua. De igual modo, la otra Eva iracunda y con los ojos desnudos se alza en pos de su identidad.

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