Tribuna:

Los presos políticos puertorriqueños

La campaña de la Administración Carter tocante al respeto de los derechos humanos constituye sin duda uno de los elementos más positivos de la línea política del actual presidente norteamericano. Su apoyo a los disidentes soviéticos, las presiones ejercidas sobre la dictadura chilena han contribuido eficazmente a la liberación de numerosos presos políticos y flan puesto un freno -modesto, es verdad, pero real- al acoso y persecución de que son víctimas quienes, por una razón u otra, se oponen a la situación existente en los países del bloque soviético y dictaduras iberoamericanas. Pero -sin ne...

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La campaña de la Administración Carter tocante al respeto de los derechos humanos constituye sin duda uno de los elementos más positivos de la línea política del actual presidente norteamericano. Su apoyo a los disidentes soviéticos, las presiones ejercidas sobre la dictadura chilena han contribuido eficazmente a la liberación de numerosos presos políticos y flan puesto un freno -modesto, es verdad, pero real- al acoso y persecución de que son víctimas quienes, por una razón u otra, se oponen a la situación existente en los países del bloque soviético y dictaduras iberoamericanas. Pero -sin necesidad de detenernos ahora en su tibia y poco persuasiva condena de los recientes «excesos» de Somoza- creo que esta selectiva campaña de Carter, basada, no lo olvidemos, en criterios estrictamente morales, debería dar el ejemplo de puertas afuera empezando por lavar su propia casa: desde 1954, esto es, por espacio de veinticuatro años, varios nacionalistas puertorriqueños permanecen encarcelados en Estados Unidos en condiciones lamentables, sin que los habituales defensores de causas nobles y justas parezcan darse por enterados o eleven la menor protesta pública al respecto.El 1 de marzo de dicho año, coincidiendo con la inauguración de la décima Conferencia Panamericana de Caracas patrocinada por la OEA, Lolita Lebrón, Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero e Irvin Flores vaciaron los cargadores de sus revólveres desde la galería de visitantes de la Cámara de Representantes del Congreso norteamericano, al tiempo que desplegaban la bandera de la isla y gritaban «Viva Puerto Rico libre». Cinco congresistas resultaron heridos, ninguno de ellos de gravedad. Como declaró Lolita Lebrón al ser detenida: «Yo no disparé para matar. Disparé para lograr la libertad de mi país. Disparé para llamar la atención del mundo sobre la terrible situación de Puerto Rico.» El 8 de julio de 1954, la joven independentista puertorriqueña fue condenada a una pena de dieciséis años y ocho meses a cincuenta años. Sobre sus compañeros recayeron sentencias de un mínimo de veinticinco años a un máximo de 75. Hoy, casi un cuarto de siglo después, tres de ellos siguen todavía encerrados en diferentes prisiones federales. A Andrés Figueroa, gravemente enfermo de cáncer, le fue conmutada la sentencia el 6 de octubre de 1977 por el presidente Carter.

A pesar de tan largo período de encarcelamiento, lejos de su país, aislados de su familia y amigos, las autoridades norteamericanas tratan de imponer cláusulas a su liberación, exigiendo que renuncien a sus convicciones independentistas y soliciten una libertad condicional bajo palabra, lo que implica una admisión pública de sus «errores» y su renuncia formal a «la violencia como instrumento legítimo de lucha». En 1973, respondiendo a las gestiones del gobernador de la isla, Rafael Hernández Colón, para obtener su liberación sobre tales bases, Lolita Lebrón le dirigió una carta abierta en la que manifestaba: «No reconozco al Gobierno colonial de Puerto Rico, ni a sus ejecutorias legislativas y j udiciales, porque mi patria es, desgraciadamente, un país cautivo. » Un año más tarde, el Departamento de Justicia Federal denegó la clemencia ejecutiva solicitada por el gobernador.

Las condiciones de detención de Lolíta Lebrón han side particularmente severas. Encarcelada en la prisión de mujeres de Alderson, West Virginia, ha permanecido incomunicada durante años, sin recibir siquiera correspondencia del exterior. A raíz de la huelga de protesta contra la matanza de presos ocurrida en Attica, sus condiciones materiaIes mejoraron y hoy trabaja en la enfermería de la prisión y recibe visitas. Pero su decisión de rehusar cualquier petición de clemencia que no suponga su liberación, incondicional y la de sus compañeros ha tropezado con la intransigencia de las autoridades estadounidenses, aferradas a un formalismo jurídico que no toma en consideración los factores éticos y humanos del caso.

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Hoy día, en Puerto Rico hay un consenso absoluto en cuanto a la necesidad de liberar a Lolita Lebrón y sus compañeros. Cuatro ex gobernadores de la isla, el Colegio de Abogados, la Conferencia de Obispos Católicos, la Iglesia episcopal, la Asamblea Legislativa y numerosos ayuntamientos reclaman, por razones humanitarias, su libertad incondicional. El ex congresista Kenneth Roberts, que resultó herido en el tiroteo de 1954, apoya igualmente dicha solicitud. Tras largos años de silencio, la prensa democrática de Latinoamérica empieza a ocuparse activamente en el asunto.

Teniendo en cuenta los fuertes vínculos existentes entre España y Puerto Rico, creo que los intelectuales y partidos políticos españoles deberían exigir asimismo de la Administración Carter una actitud más consecuente con los altos principios que proclama planteando públicamente el caso de Lolita Lebrón y sus compañeros. El pueblo hermano de Puerto Rico, incluidos todos aquellos sectores que no comparten la política independentista de los nacionalistas presos, apreciaría sin duda este gesto de solidaridad y humanitarismo de la nueva democracia española.

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