Tribuna

Algo más que palabras

Cuando un partido del Gobierno primero dice y luego se desdice, de pronto acepta un trato y después lo rompe, en un momento pacta y al cabo de una hora se retracta, todo eso sin ruborizarse, es que algo grave está pasando detrás de las cortinas. Nadie se presta a montar un número como este si no es tirado por un hilo. Debajo. de este capricho hermenéutico de UCD se nota demasiado el rumor de poderes fácticos. Bastaba con mirar ciertas caras ayer por la mañana en los pasillos del Congreso para entender que el atasco en el consenso con los vascos no era sólo una cuestión de palabras, un capricho...

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Cuando un partido del Gobierno primero dice y luego se desdice, de pronto acepta un trato y después lo rompe, en un momento pacta y al cabo de una hora se retracta, todo eso sin ruborizarse, es que algo grave está pasando detrás de las cortinas. Nadie se presta a montar un número como este si no es tirado por un hilo. Debajo. de este capricho hermenéutico de UCD se nota demasiado el rumor de poderes fácticos. Bastaba con mirar ciertas caras ayer por la mañana en los pasillos del Congreso para entender que el atasco en el consenso con los vascos no era sólo una cuestión de palabras, un capricho del diccionario, sino un problema de logística con una brisilla de sables. Corría por allí un céfiro verde de estado mayor.La negociación constitucional entre el Gobierno y el Partido Nacionalista Vasco ha sido demasiado larga y quisquillosa, ha terminado por pudrirse psicológicamente y sin darse cuenta ha derivado a las cercanías del recinto sagrado donde está el hueso pelado de la Patria defendido por los mastines. Ayer el ambiente del Congreso era muy depresivo, porque parecía escucharse un horizonte de muy altos gruñidos. Pero los diputados trataban de disimular la cosa con el sarpullido escolástico, como si Duns Scoto, para entretenerse, tocara la mandolina al pie de un gran muro de cemento que no puede saltar.

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Los pormenores de la negociación con los vascos en las habitaciones de atrás no superarían la estética de un intercambio accidentado de cromos si no fuera por ese aire cargado de humedad eléctrica que le rodea, con la amenaza de un granizo sobre este tierno sembrado. Ayer en el Congreso había dos acciones tensas con un montaje paralelo. En el hemiciclo se hablaba de orden público con el bordón de la guitarra de lo más tirante. El debate era un coletazo de la sesión anterior, que Fraga y Letamendía habían dejado al rojo vivo. Ayer por la mañana Marcos Vizcaya defendía su enmienda con una apasionada soflama; Luis Apostua elaboraba una fría precisión diseccionando el apartado con el bisturí, Peces-Barba, como gran benevolente, impartía la paz; Solé Turá analizaba la cuestión con ese rigor que potencia su honestidad; Fraga, ya más relajado, contaba chascarrillos envenenados, y Pérez Llorca usaba la elegante malicia de reservarse la última palabra. Ellos hablaban muy bien, cogiendo la espoleta con pinzas. Pero en la Cámara había un pesimismo de antesala de parto donde esperas que el médico te va a decir que el niño es mongólico. Arzallus, en el escaño, parecía estar sumido en oración.

Y de pronto corrió la noticia de que los vascos aceptaban la propuesta del Gobierno. Y entonces se repitió el famoso lance de la noche anterior. UCD había presionado con una palabra que creía inaceptable. Pero a la una de la tarde, después del ángelus de Arzallus, los vascos transigieron y UCD se cayó de narices como el que empuja una puerta que cree bien cerrada y de pronto se abre. El surrealismo más abstracto se apoderó entonces de todo el espacio aéreo. Y por un momento aquello cogió la sensación de un teatrillo de sombras chinescas. Porque existe la convicción de que el centro de gravedad del consenso no está en el Congreso, ni siquiera en la Moncloa, sino en el puesto que tengo allí. Bajo esa formidable presión todo era un ballet descoyuntado de idas y venidas, de recados con humildad resignada. A última hora los vascos llevaban el ceño a media asta. Pero eso fue ayer, hoy no se sabe.

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