Crítica:

Las pinturas de Miró

«Hombrecillos, no grandes hombres, sabios, generales o almirantes, nada más que hombrecillos son .los amigos de Miró», escribían, al alimón, Jacques Prevert y Georges Ribemont-Dessaignes en 1956, viniendo en ello. a reconocer la solicita actitud franciscana que tan a la maravilla cuadra y conviene a nuestro hombre en cuanto que hombre, y a nuestro artista en cuanto que artista. La ocurrencia me ha llevado en alguna ocasión, remedando el verso de Darío, a llamarle mínimo y dulce Joan Miró, tanto por la parvedad de su estatura, portadora de un alma de gigante, como por la afabilida...

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«Hombrecillos, no grandes hombres, sabios, generales o almirantes, nada más que hombrecillos son .los amigos de Miró», escribían, al alimón, Jacques Prevert y Georges Ribemont-Dessaignes en 1956, viniendo en ello. a reconocer la solicita actitud franciscana que tan a la maravilla cuadra y conviene a nuestro hombre en cuanto que hombre, y a nuestro artista en cuanto que artista. La ocurrencia me ha llevado en alguna ocasión, remedando el verso de Darío, a llamarle mínimo y dulce Joan Miró, tanto por la parvedad de su estatura, portadora de un alma de gigante, como por la afabilidad de su trato, muy capaz de acallar en los adentros desatadas violencias. Y en verdad que la advocación seráfica podría extenderse a su asiduo admirarse y conmoverse ante el espectáculo de las hermanas criaturas.

Pinturas de Miró

Museo Español de Arte Contemporáneo. Ciudad Universitaria. Galería Theo. Marqués de la Ensenada, 2.

Si Goya dijo en sus días que sus maestros habían sido Rembrandt, Velázquez y la Naturaleza, bien pudiera Joan Miré, en los nuestros, sentirse desligado de todo magisterio personal y antecedente para parar en la enseñanza y en el amor de la sola y simple, de la hermana Naturaleza. Espejos son sus pinturas, de la Naturaleza, rayo de luz diaria que se descompone en las siete franjas del arco iris para ir a bañar, una por una, el estar y el mostrarse las hermanas criaturas: el árbol, el hombre (perdón, el hombrecillo), el sol, la luna y las estrellas... y «el toro -de acuerdo con el recuerdo de García Lorca-, la higuera, el caballo, la hormiga, la casa, el niño y el atardecer». i Las radiantes y hermanas criaturas de Nuestro Señor!

La gran exposíción antológica del museo de Arte Contemporáneo y la espléndida y bien seleccionada muestra de la galería Theo (complemento ideal en lo tocante, sobre todo, a la actividad creadora de Miró a lo largo de los años veinte y treinta) vienen a damos noticia fidedigna, fecha por fecha, de ese su moroso y amoroso asomarse al espectáculo de la Naturaleza omnipresente y de la vida embargante hasta convertirlas en símbolo de sí mismas, por vía más y más esclarecedora y a favor de una insólita capacidad reductiva. Fieles a su propia etimología, los símbolos de Miró comportan siempre una por ción de la Naturaleza y de la vida con un específico significado igualmente natural y vital. «Mi obra -declaraba recientemente el artista- está cargada de símbolos, abiertos a la Naturaleza, no al reino de las ideas. Son signos que remiten a la Naturaleza misma que quieren indicar su enigma diario.»

El análisis detallado de cualquiera de sus pinturas (y muy singularmente de las fechadas en los años veinte y treinta) nos pone de manifiesto esa asombrosa capacidad de síntesis que le permite a Joan Miró reducir el sol a apenas cuatro trazos entrecruzados, condensar la mirada en dos círculos, transcribir el destello de las constelaciones en un reguero de puntos y líneas ondulantes..., o transformar a los hombres en hombrecillos y en personajillos de fábula a los arrogantes personajes de las historias. Insólita facultad de síntesis, por cuya gracia le es viable congregar figuras infinitas en cuadros de muy cortas dimensiones. Pruebe usted, por ejemplo, a contar los protagonistas de su Carnaval del Arlequín, o entreténgase en verificar cómo son 65 las personas, animales y cosas que revolotean en su célebre y mínimo Interior holandés.

Cualquier cuadro de Miró es un universo o un «huerto -como dejó dicho Marcel Duchamp- en el que florecen todos los árboles de la creación». Arboles llenos de frutos, espacios rebosantes de estrellas aires surcados por pentagramas, matemidades impregnadas de los mil y un gérmenes de la vida, siestas tranquilas al borde un mar resuelto en la intermitencia de unas rayas, índices y alfabetos, vidrieras acostumbradas a la efusión de los colores primarios, hombres como espantapájaros, espantapájaros como insectos, insectos como pálpitos, pálpitos como interrogaciones, interrogaciones como el vértigo que separa el día y la noche, noche como el negro más negro, y día como el blanco más blanco. Un universo en perpetua aglomeración reductiva, un sencillo jardín para todos, un pequeño huerto en el que crecen los árboles de la creación entera, un regalo deslumbrante y familiar.

Al alimón, según apunté, dos excelentes poetas franceses protagonizaban, en 1956, esta escena peregrina y este risueño diálogo:

«Y Jacques Prevert dijo a Georges Ribemont-Dessaignes:

-Tú, que amas los árboles y sabes dibujarlos, deberías dibujar un árbol para Miró. ¡Oh!, no un árbol de homenaje, ni un árbol del bien y del mal de la buena y de la mala pintura, no, un árbol hecho a gusto, un árbol regalo.

Las pinturas de Miró

Y Georges Ribemont-Dessaignes dijo a Jacques Prevert:-Y tú harás todo lo que sabes hacer, harás los hombrecillos y los animales.

Y Georges Ribemont-Dessaignes dibujó un árbol y otros y otros árboles para Miró, y Jacques Prevert hombrecillos y animales. Hombrecillos, no grandes hombres, sabios, generales o almirantes, nada más que hombrecillos, los amigos de Miró...»

Vuelva el lector la conversación por pasiva y dará con el recto sentido que los dos poetas franceses quisieron infundir a su diálogo. Es, en efecto, Joan Miró quien comprende a los árboles y quien, al margen enteramente de toda solemnidad, pompa u homenaje, viene a ofrecernos, gustoso, el regalo de su diario y enigmático florecer. El es el que ama a las personas, a los animales y a las cosas, a las criaturas de Nuestro Señor. Mínimo y dulce, es Joan Miró el que sabe derramar afabilidad a raudales y reducir a su más escueta y exigua expresión el espectáculo de la vida omnipresente y de la Naturaleza circundante, trocando en entrañables hombrecillos a los presuntos prohombres y superhombres del día o del siglo. Un mundo en cuyo incesante girar juguetes del viento son sus gratuitos moradores.

Joan Miró ha plantado, en fin, un árbol, cifra y síntesis de todas las criaturas que nacen, crecen, se reproducen y declinan. No, no es el árbol de la ciencia del bien y del mal, ni el cotejo o paradigma de la buena o mala pintura. Acercarse a la obra de Miró a través de tales categorías supone una lamentable pérdida de tiempo. De atender el canon académico o a cualquier otro signo de clasificación o simple nomenclatura, jamás sabríamos si sus pinturas son buenas o malas, porque toda su floración ha acaecido de espaldas a la norma prefijada y de cara a la vida. No se irriten, pues, los académicos, ni alcen los puristas el dedo inquisidor; que con ellos no va la fiesta. Las cosas que aquí y ahora (en estas dos memorables exposiciones) nos es dado contemplar dicen exclusiva y natural relación con las cosas, y los cuadros de Joan Miró sólo se parecen a los cuadros de Joan Miró.

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