Crítica:

Dos mujeres, dos amores

Julia.

Dirección: Fred Zinnemann. Guión de Alvin Sargent sobre una historia de Liliian Hellman. Intérpretes: Jane Fonda, Vanesa Redgrave, Jason Robards, Hal Holbrook, Maximilian Schell. Estados Unidos. Dranático. Local de estreno: Avenida.



Julia es el típico filme destinado a la batalla de los Oscar. Cuenta para ello, al menos en teoría, con todas las bazas usuales: el prestigio de un director famoso, dos actrices de nombre y personajes que en resumidas cuentas suponen otros tantos homenajes a artistas y escritores, la mayoría ya desaparecidos....

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Julia.

Dirección: Fred Zinnemann. Guión de Alvin Sargent sobre una historia de Liliian Hellman. Intérpretes: Jane Fonda, Vanesa Redgrave, Jason Robards, Hal Holbrook, Maximilian Schell. Estados Unidos. Dranático. Local de estreno: Avenida.

Julia es el típico filme destinado a la batalla de los Oscar. Cuenta para ello, al menos en teoría, con todas las bazas usuales: el prestigio de un director famoso, dos actrices de nombre y personajes que en resumidas cuentas suponen otros tantos homenajes a artistas y escritores, la mayoría ya desaparecidos. Además, como telón de fondo, corren a lo largo de la acción los primeros días del nazismo, las primeras persecuciones contra los judíos, el esfuerzo de las organizaciones creadas a su favor para salvarlos.

Aparte de ello el filme, siempre en un cierto tono de recuerdo nostálgico, se alza sobre dos sólidos pilares: uno, el análisis psicológico; otro, el relato de aventuras más o menos dignificado por el tema político al que sirve. Hay también dos amores fundamentales en la obra: el uno, puro afecto y recuerdo de horas infantiles entre Lillian Hellman, autora de dramas sociales, y su amiga Julia, activista dedicada a una lucha generosa; el otro, directo, sentimental, filial incluso, entre Lillian y el célebre escritor de Dash Hammett. Repleto, pues, de nombres prestigiosos, de ambientes sabiamente evocados y aventuras políticas con referencias concretas a episodios históricos conocidos, esta historia ideada a partir de los recuerdos de su protagonista, no consigue salvar siempre los riesgos de cierto convencionalismo.

Es como si el cine de estrellas se llevase mal con tal tipo de asuntos, como si matara la verdad de unos hechos a pesar de contarlos tal como sucedieron. El brillante academicismo de Zinnemann, del mar y sus hogares de rancia tradición americana, no consiguen borrar el carácter equívoco del filme, su filiación artística más cercana del gran espectáculo que de la aventura moral y política que pretende presentarnos. Despojada de estilo definido, convertida en pura artesanía, la película -valores de interpretación aparte- se reduce a un ir y venir en el tiempo, de la infancia a la madurez, en un vaivén de fechas resuelto eficazmente. Cada efecto tiene su causa clara y explícita, cada acción sus evidentes motivaciones. No es fácil negarle al realizador su condición de hebreo, austríaco y antinazi, lo que se le discute en esta ocasión es su escasa voluntad de estilo. Se hablará de exigencias de llegar a un público más amplio, pero tal público no es fácil que llegue a entender, tal como está aquí contado, el triunfo de una dictadura que acabó con el realizador en Estados Unidos. Incluso el análisis del miedo de la protagonista, dispuesta a asumir el valor de su amiga, nos viene dado en una larga secuencia de tren, en un viaje repetido en demasiados filmes con diversos pretextos. Narrado por dos grandes actrices, Jane Fonda alcanza aquí uno de sus momentos mejores, sobre todo en la secuencia ante el cadáver de Julia, prodigio de expresión, de emoción silenciosa y auténtica. Vanesa Redgrave, en un papel calcado de su vida, cumple con su destino actual. Las dos juntas componen el retrato de una amistad, más allá o más acá del amor total que la autora, aún viva, no ha querido o no ha sabido revelarnos. Jason Robards nos resucita a un Hammett humorista y un tanto convencional, mientras Maximilian Schell vuelve sobre sus propias huellas de empeños anteriores.

Como en tantos otros filmes, entre los que, al parecer, se incluye el último de Bergman, parece como si los primeros días del nazismo se escaparan entre los dedos de los realizadores. Tal sucede en este caso una vez más, a pesar del buen saber de Zinnemann y sus honradas intenciones. Como en esos arrepentimientos de los pintores a que alude el título, por debajo de sus imágenes brillantes y clásicas, se adivina una realidad a la que el cine de hoy, militante o no, nos tiene acostumbrados. Zinnemann nos la muestra a su modo, apuntando a un público más elemental y apuntando al Oscar a través del trabajo de dos actrices excepcionales.

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