Crítica:

Burguillos

Burguillos. Galería Juana Mordó. Castelló, 7.



Hay descubrimientos en posesión de una extraña fuerza retroactiva, alumbrados con la virtud taumatúrgica de convertir en precedente causal algo que en sí era simple acontecimiento anterior y que, contemplados desde el punto de vista del invento, adquieren aspecto y sentido de eslabón determinante. Tal es el caso del cubismo para con la solitaria experiencia de Cézanne, o el de ciertas modalidades de la abstracción al verse cotejadas con el ejemplo precedente de Monet o Seurat..., y no otro el de las novísimas cor...

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Burguillos. Galería Juana Mordó. Castelló, 7.

Hay descubrimientos en posesión de una extraña fuerza retroactiva, alumbrados con la virtud taumatúrgica de convertir en precedente causal algo que en sí era simple acontecimiento anterior y que, contemplados desde el punto de vista del invento, adquieren aspecto y sentido de eslabón determinante. Tal es el caso del cubismo para con la solitaria experiencia de Cézanne, o el de ciertas modalidades de la abstracción al verse cotejadas con el ejemplo precedente de Monet o Seurat..., y no otro el de las novísimas corrientes pulsionales en su específica referencia al quehacer más próximo de nuestro Jaime Burguillos.

Pulsional hasta la médula, limpia, paciente, morosa e integralmente fundada en la génesis (pincelada tras pincelada, átomo por átomo, corpúsculo y corpúsculo), en el despliegue creciente de la luz, la pintura de Burguillos cobra hoy una radiante novedad y adquiere unos valores que no tuvo en sus orígenes, pero que allí subyacían y ha venido ahora a explicitar la fuerza retroactiva de la nueva pintura en su más actualizada dimensión abstraccionista. Allí, en efecto, latían como igualmente latieron muchas de las premisas formales de la no-figuración en las asombrosas Nymphéas de Claude Monet o en la no menos laudable Joven de espaldas, de Georges Seurat, dadas a la luz, ambas obras magistrales, con no ocultas intenciones figurativas.

Al igual que Monet y Seurat (y haga el lector cuantas salvedades y distingos le plazcan), Jaime Burguillos ha empeñado su quehacer, de un largo decenio a esta parte, en trasladar (toque tras toque de pincel, punto por punto, destello y destello) el universo de las apariencias al horizonte de una paulatina y extremada abstracción, convirtiendo la realidad inmediata en puro e inacabable proceso de continuidad; aquel mismísimo continuum espacio-temporal que Henri Bergson, nada ajeno a las experiencias de dichos artistas, hizo sinónimo del acontecer de la vida. «Valdría la pena saber con certeza -apunta agudamente Argan- en qué medida habrá contribuido la pintura de Monet a la formación del pensamiento de Bergson.»

Pura e insensible continuidad es la pintura de Burguillos, y en su más recta acepción bergsoniana. Espacio y tiempo se conjugan en ella a las mil maravillas o hasta el extremo de no hacérsele claros al contemplador los límites entre la trama de aquél y el transcurso de éste.

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