Editorial:

El precio de la cultura

LOS DIFERENTES equipos de munícipes que han venido ocupando el Ayuntamiento de Madrid a lo largo de varias décadas no hacen ademán de llevarse la mano a la cadera cuando oyen la palabra «cultura». Se limitan, simplemente, a autorizar el derribo de edificios de interés histórico (como en el caso del mercado de la plaza de Olavide), a prohibir el enriquecimiento del patrimonio artístico del común (negándose a colgar la escultura de Eduardo Chillida en el puente de Juan Bravo) y a destruir perspectivas urbanas de gran belleza (bien sea mediante la oportuna edificación de la monstruosa torre de Va...

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LOS DIFERENTES equipos de munícipes que han venido ocupando el Ayuntamiento de Madrid a lo largo de varias décadas no hacen ademán de llevarse la mano a la cadera cuando oyen la palabra «cultura». Se limitan, simplemente, a autorizar el derribo de edificios de interés histórico (como en el caso del mercado de la plaza de Olavide), a prohibir el enriquecimiento del patrimonio artístico del común (negándose a colgar la escultura de Eduardo Chillida en el puente de Juan Bravo) y a destruir perspectivas urbanas de gran belleza (bien sea mediante la oportuna edificación de la monstruosa torre de Valencia como un King-Kong sobre el Retiro, bien sea transformando el hermoso paseo de la Castellana en un cementerio de mamarrachos).En la primavera pasada, el esfuerzo conjunto de los gremios de editores y libreros permitió la celebración de una Feria del Libro en la plaza de Castilla y en el barrio de Vallecas simultánea a la que tradicionalmente es instalada en el paseo de Coches, tras la también tradicional pugna con el Ayuntamiento de Madrid, que suele reservar sus amores y sus facilidades para las exposiciones de perros y se muestra cicatero y estricto con los profesionales del libro. El Instituto Nacional del Libro Español subvencionó a la cuarentena de libreros que prefirieron la incomodidad y las bajas ventas en las zonas periféricas de Madrid a la habitual y rentable Feria del Retiro. Y la Delegación de Cultura del Ayuntamiento, en un pasmoso rasgo con escasos antecedentes, se sumó a este esfuerzo por llevar los libros a las barriadas populares.

Pero no hay bien que muchos meses dure. Ahora la Delegación de Hacienda del Ayuntamiento se dispone -dura lex, sed lex- a embargar al Instituto del Libro por negarse éste a pagar unos miles de duros en concepto de impuesto de utilización del suelo municipal durante dos semanas. Nos parece bochornoso que se aplique a unos libreros movidos por el deseo de llevar la cultura a las zonas periféricas, sin más ánimo de lucro que el propósito de cubrir los gastos, el mismo trato impositivo que a los quincalleros y vendedores ambulantes.

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