Tribuna:

Carta severa a Enrique Herreros

MAXIMOQuerido Enrique:

Me parece muy mal que te hayas muerto, así, por las buenas y en la flor de la edad, sin esperar a cumplir, cuando menos, tu primer centenario y asistir, desde un rinconcito, a su celebración.

Te has precipitado, Enrique. Los humoristas sois imprevisibles y desconcertantes. Vuestro comercio temerario con la muerte hace que, cuando menos se piensa, le soltéis la patada Charlot a este valle de llantos y os vayáis sin avisar, como tú ahora, de picos pardos.

Tú y tus dichosos Picos de Europa. Te has empeñado en pasar a la historia como alpinista y a poco ...

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MAXIMOQuerido Enrique:

Me parece muy mal que te hayas muerto, así, por las buenas y en la flor de la edad, sin esperar a cumplir, cuando menos, tu primer centenario y asistir, desde un rinconcito, a su celebración.

Te has precipitado, Enrique. Los humoristas sois imprevisibles y desconcertantes. Vuestro comercio temerario con la muerte hace que, cuando menos se piensa, le soltéis la patada Charlot a este valle de llantos y os vayáis sin avisar, como tú ahora, de picos pardos.

Tú y tus dichosos Picos de Europa. Te has empeñado en pasar a la historia como alpinista y a poco que te fallen los críticos de arte, lo mismo lo consigues. No es que te reproche el alpe donde florece la edelwais y la cagarruta insigne de la capra hispánica, que tu inteligencia a contrapelo y tu sabiduría vital llegaron a liberarte hasta por tan prodigiosas tangentes. (Y con lo sano que es eso, además, que no había más que verte los colores de la risa y el bronce de la calva.) Pero es que hay otras cosas en el mundo, hermano, y para que no creas que con morirte ya lo has arreglado todo y que aquí nos quedamos con nuestras estéticas de café con leche, yo te escribo este elogio y reproche a donde quiera que estés.

Porque no sé si sabrás, aunque a ti tal albur te trae al fresco, que te expones, con tu prematura muerte, a quedarte en joven malogrado. Y lo de joven malogrado, que tan sublimemente sienta a los poetas líricos, no les favorece nada a los grandes maestros de la pintura, que para llegar a convencer a los museos tienen que vivir, en fragor de producción, alrededor de los ciento cincuenta años (o menos, si se nace de pie).

Porque vamos a ver, Enrique: ¿cuánta gente, entre las persionas cultas y los genealogistas togados, saben en este país que tú eres hijo predilecto de Solana y nieto de Goya, y que pese a tu exquisito pudor para salvar las distancias impuestas por la ley de Castas Académicas, hay cientos de dibujos tuyos (pinturas) que se han rebelado contra tu humildad y le pueden hablar de tú a tan ilustres parientes y al censo intemporal del gremio? Porque tú eres eso tan raro en el mundo del arte que es un artista. Un artista feroz, un artista tierno, un artista delicado y terrible, un beato medieval de Liébana y un diablo universal contemporáneo. Pero, insisto, ¿cuántos lo saben con la profundidad con que mereces ser buceado?

Y la culpa no es sólo del consumidor ovejuno, que admira lo que le dicen que aplauda y allá los guías con sus fugas mentales y su acartonada jerarquía de los valores. Tú tienes también tu parte de culpa, que te has pasado la vida promocionando a Sara Montiel en vez de representar a Enrique Herreros; que has posado, ante los reporteros con prisa, de cachondo mental y apedreador de paletos; que has hecho creer a la afición que en cuanto te cayeses del Naranco de Bulnes se acabaría tu gloria de montañero.

Pues no, Enrique; hay montañas más altas que el Naranjo en tu tridimensional biografía, y tus amigos de corazón (y de cerebro) no estamos dispuestos a que sobre tu obra llueva ese polvo insensible y habitual de Celtiberia, ese olvido bárbaro y despilfarrador con que el país entierra a sus mejores muertos. Por lo pronto, y no me repliques, permíteme que pida al Museo de Arte Contemporáneo, en nombre de Cervantes, tu mejor amigo, se apresure a comprar las más manchegas y universales ilustraciones que jamás se han hecho de don Quijote, firmadas por Herreros, y vivifique con tan portentoso estampario cuatro paredes maestras.

Y por ahí adelante, Enrique. Me decía esta mañana Julio Cebrián, con quien he compartido horas y horas de admiración a tu costa, que a partir de ahora tu nombre y tu cotización comenzarán la escalada. Siniestro rito póstumo. Enrique, majo, ¿por qué te has muerto? En esta cordada hacia tu propia cumbre, tu mano firme y tú alegría viva debería habernos acompañado durante un par de decenios.

Haz el favor, inolvidable amigo, de no darnos más disgustos como el presente.

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