Editorial:

El filo de la navaja

AUNQUE EL Pleno del Congreso del miércoles sirvió como caja de resonancia para el espectacular despliegue de las dos posiciones, el enfrentamiento entre quienes ponen el acento de las urgencias en las cuestiones económicas y los que cargan las tintas en los asuntos políticos viene ya de lejos. Entre los precursores de los «economicistas» figuran los ideólogos de la tecnocracia y del desarrollismo, que bajo la jefatura del señor López Rodó decidieron congelar cualquier intento de apertura democrática hasta que España alcanzara cotas de renta parangonables a las grandes naciones industria...

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AUNQUE EL Pleno del Congreso del miércoles sirvió como caja de resonancia para el espectacular despliegue de las dos posiciones, el enfrentamiento entre quienes ponen el acento de las urgencias en las cuestiones económicas y los que cargan las tintas en los asuntos políticos viene ya de lejos. Entre los precursores de los «economicistas» figuran los ideólogos de la tecnocracia y del desarrollismo, que bajo la jefatura del señor López Rodó decidieron congelar cualquier intento de apertura democrática hasta que España alcanzara cotas de renta parangonables a las grandes naciones industrializadas de Occidente. En la tradición de los «politicistas» está buena parte de la Oposición de izquierda bajo el franquismo, que auguraba impetuosos avances de las fuerzas productivas y un océano de abundancia material tan pronto como las instituciones del Régimen fueran desmanteladas.Ciertamente, en las conversaciones privadas con altos cargos gubernamentales y con dirigentes de la Oposición parlamentaria esa contraposición maniquea entre economía y política, nacida en el calor de la polémica pública, se rebaja en muchos grados o incluso es sustituida por razonamientos matizados y contrastados sobre la complementariedad de ambos enfoques y la necesidad de atacar simultáneamente o en una estrategia escalonada los serios problemas políticos y, económicos que amenazan la consolidación de las instituciones democráticas.

Y en algunos casos la prelación cronológica corresponde a la política. Así sucede con la grave crisis económica por la que atraviesa el País Vasco, donde los desfavorables efectos de la coyuntura se ven agravados por el temor de los empresarios vascos a invertir, e incluso, a mantener abiertas sus industrias, en tanto la situación de incertidumbre y violencia de Euskadi no desaparezca y cesen los chantajes de que son objeto. En este ejemplo, la amnistía total y las negociaciones para un régimen provisional de autonomía en el País Vasco, única manera de aislar a los extremistas que continúan dedicándose a la extorsión de que fueron ya víctimas los señores Berazadi e Ybarra, se convierte en la precondición política para la mejoría de la situación económica.

En una perspectiva más general, las negociaciones entre el Gobierno, las centrales sindicales y los grupos patronales constituyen una inextricable madeja de aspectos políticos y económicos, difíciles de aislar y en cualquier caso interconectados. Es imposible que los trabajadores acepten la congelación o reducción temporal de su capacidad adquisitiva, clave de arco de la política económica para salir de la crisis, sin recibir a cambio contraprestaciones políticas en el seno de las propias empresas, a través de una acción sindical reconocida y reglamentada, y también en el marco estatal y municipal, mediante la posibilidad de acceder a posiciones de participación en el poder.

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Sin una política de orden público eficaz pero también ajustada a los principios democráticos, el desorden social al que daría lugar los excesos represivos podría dañar gravemente las expectativas; de los empresarios y llevarles a una retracción en las inversiones; pero la demagogia en los planteamientos económicos de la izquierda también puede ser responsable de manifestaciones y huelgas cuyas reivindicaciones sean de imposible satisfacción y sirvan de pretexto para una política de halcones.

La acción gubernamental y la crítica de la Oposición caminan por el filo de la navaja que separa la política de la economía. La tentación de dar prioridad, como criterio global, a cualquiera de ese conjunto de problemas íntimamente articulados, podría llevar al país a gravísimos riesgos.

Un programa de medidas económicas que careciera del consenso y la aprobación de los partidos y sindicatos, de los trabajadores estaría condenado al fracaso. Y en este sentido da la impresión de que los ministros económicos se hallan, paradójicamente, desasistidos de los «especialistas políticos» de la UCD, inopinadamente transformados en simples augures de la catástrofe que se nos avecina si no se deja al Gobierno Suárez las manos libres para derramar su carisma sobre el país. Tampoco la derecha autoritaria debe hacerse ilusiones sobre las posibilidades de un «cirujano de hierro» si las instituciones democráticas fueran arrasadas por los conflictos sociales y el fracaso del pacto social; la vuelta a los procedimientos del Régimen franquista, erosionado precisamente por su incapacidad para ajustarse a las necesidades del peor capitalismo moderno, no haría sino agravar la crisis y encaminar al país hacia el sangriento callejón sin salida del estancamiento económico chileno o argentino.

Y, a su vez, la izquierda no debe jugar con consignas, irreales y demagógicas cuya falsedad conocen incluso quienes las pronuncian. Es lógico que esos partidos deseen vigilar la correcta administración de los sacrificios que las medidas económicas van a imponer a los trabajadores. Es natural que aspiren a fiscalizar desde el Parlamento la gestión de los Ministerios económicos, de las empresas públicas, la elaboración del presupuesto y las cuentas de la Seguridad Social. Es comprensible que se propongan ocupar en un próximo futuro una parte de la Administración local, tras las elecciones municipales. Es su deber fomentar el desarrollo de las centrales sindicales y defender sus derechos patrimoniales. Y ha de figurar en su perspectiva, a medio plazo, encarar de una u otra forma, las responsabilidades de Gobierno que puedan derivarse de una crisis quizá inevitable. La derecha y la izquierda democráticas asumen hoy, sin duda, un riesgo evidente: el proyecto de una España materialmente próspera y políticamente pluralista se vendría abajo si el deterioro de la situación económica arrastrara consigo las instituciones democráticas.

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