Tribuna:

Color contra blanco y negro

Los últimos diez años, más o menos, han contemplado un curioso fenómeno -relativamente poco tratado por los especialistas- el dominio absoluto del color en las películas, y la virtual y correlativa desaparición del blanco y negro.El proceso se ha cumplido en un lapso temporal bastante corto y es irreversible, hasta el extremo de que los títulos monocromáticos exhibidos en las temporadas recientes se pueden contar con los dedos de una mano y sobrarían algunos. Se ha llegado a la paradoja de considerar al color -desde un punto del vista estrictamente industrial- como la norma general y a su aus...

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Los últimos diez años, más o menos, han contemplado un curioso fenómeno -relativamente poco tratado por los especialistas- el dominio absoluto del color en las películas, y la virtual y correlativa desaparición del blanco y negro.El proceso se ha cumplido en un lapso temporal bastante corto y es irreversible, hasta el extremo de que los títulos monocromáticos exhibidos en las temporadas recientes se pueden contar con los dedos de una mano y sobrarían algunos. Se ha llegado a la paradoja de considerar al color -desde un punto del vista estrictamente industrial- como la norma general y a su ausencia, un extraño capricho puramente snob y absolutamente desaconsejable, si se quiere proseguir una carrera comercial satisfactoria.

El problema presenta muchas aristas y puede ser contemplado -desde diversos ángulos porque no es fácil dar una respuesta concluyente y válida para siempre, en un terreno donde las preferencias personales tienen la última palabra. Está claro que, estéticamente, la irrupción multitudinaria del color ha traído muchas consecuencias poco gratas, y un descenso en vertical de la calidad fotográfica de los filmes. (No deja de ser significativo al respecto, la resistencia feroz de muchos grandes maestros ante el empleo del color -Bergman, Fellini, Welles, Bresson...considerado, con mucha razón, como un conjunto de sistemas imperfectos de representación cromática (en el estado actual de nuestros conocimientos, por supuesto) incapaz de competir con la riqueza tonal de las emulsiones en blanco y negro. La innegable mejora de los materiales disponibles en los últimos años ha amortiguado las reservas, pero no las ha hecho desaparecer. El color es, asimismo, menos controlable, y, aunque los resultados parezcan más sugestivos en una primera aproximación, está claro que son menos completos.)

La última decisión, naturalmente, la tienen los comerciantes y nunca los técnicos ni los artistas. Lo mismo que ocurrió con el sonido, el relieve o los formatos panorámicos -impuestos contra la opinión de los profesionales, como último recurso para tapar las bancarrotas financieras de las grandes firmas americanas- el color se ha introducido por la presión insistente de la industria y el silencio cómplice del público, que acepta el cromatismo pasivamente, como un juguete bonito, sin un mínimo sentido crítico ante sus indudables aspectos negativos.

El problema desborda el marco estrecho del cine para pasar a la fotografía y a la televisión, donde se plantea también con los mismos caracteres de urgencia e insuficiencia. Los consumidores, atrapados por una estructura simbólica compulsiva, piden el color más por sus connotaciones sicoanalíticas y sus significados sociológicos -vale más caro, revela un status superior, mayor capacidad adquisitiva-, que por sus reales aportaciones estéticas y expresivas.

Techo artístico

El cine en negro llegó a un techo artístico difícilmente superable y fue una lástima -ahora que podemos contemplar el caso desde una cierta perspectiva histórica- su virtual extinción, un golpe de muerte para el desarrollo lingüístico del medio, que será muy difícil corregir. Los mejores técnicos de la iluminación están haciendo verdaderos esfuerzos titánicos para compensar las deficiencias de los materiales cromáticos y extraer de ellos una respuesta adecuada a las necesidades narrativas del medio. No es necesario condenar el empleo del color -lo cual revelaría una estructura mental estrecha y poco acorde con los. datos realessino puntualizar cuáles son sus. posibilidades concretas en un marco crítico exigente. La conducta lógica sería desarrollar alternativamente una y otra posibilidad, pero esto es imposible en las actuales condiciones de la industria. El blanco y negro -salvo excepciones obvias como La luna de papel, de Bodganovich, o Lenny, de Bob Fosse, y también El desencanto, de Jaime Chávarri- supone la exclusión del filme de los grandes circuitos de exhiben y la entrada en una explotación fragmentaria y mortecina.

Es posible, por supuesto, que se produzca una reacción general de defensa del blanco y negro, pero es poco probable, ya que, de surgir, debería estar apoyada por el público y las audiencias mayoritarias y esto se daría muy difícilmente.

El cine es un arte y, además, una industria, pero los aspectos comerciales y financieros. priman sobre los expresivos de una manera manifiesta. Sólo algunas cinematografías tercermundistas emplean el negro -casi siempre como carencia, por imposibilidad de abordar el coste del color, mucho más elevado- pero nunca o casi nunca por convicción. Que ambos sistemas se adecúen más o menos a determinados géneros dramáticos es algo sujeto a discusión y sobre lo que caben todas las opiniones. Lo que está claro es la vigencia artística y la autonomía expresiva de esa rareza llamada blanco y negro, amenazada por una desaparición progresiva e irremediable.

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