Tribuna:

Las Cortes y las autonomías regionales

Una de las preguntas capitales que se formula el comentarista ante el resultado de las elecciones del 15 de junio se refiere a la incidencia que ese resultado ha de tener en el proceso descentralizador conducente a la autonomía de los países o regiones que integran el conjunto español.El fracaso electoral de los movimientos nacionalistas o particularistas en el País Valenciano, en Galicia, en Andalucía y en los archipiélagos balear y canario contrasta con lo que ha sucedido en Cataluña y en Vasconia. Pero sería peligroso simplificar.

En efecto: el PSOE, que es hoy el partido más fuerte ...

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Una de las preguntas capitales que se formula el comentarista ante el resultado de las elecciones del 15 de junio se refiere a la incidencia que ese resultado ha de tener en el proceso descentralizador conducente a la autonomía de los países o regiones que integran el conjunto español.El fracaso electoral de los movimientos nacionalistas o particularistas en el País Valenciano, en Galicia, en Andalucía y en los archipiélagos balear y canario contrasta con lo que ha sucedido en Cataluña y en Vasconia. Pero sería peligroso simplificar.

En efecto: el PSOE, que es hoy el partido más fuerte -electoralmente hablando- de España (y también de Vasconia, lo que ha sorprendido, agradable o desagradablemente, a casi todos los observadores, y a mí entre ellos), postula un Estado de tipo federativo. Por su parte, los grupos políticos integrados en la UCD (que no es un partido, al menos por ahora, sino una coalición, y tiene, por consiguiente, un programa mucho menos concreto y detallado) se han pronunciado, aunque con cierta diversidad de matices, a favor de la institucionalización de las regiones y de su autonomía. Cabría, pues, decir que una mayoría abrumadora de los electores españoles ha votado por la autonomía regional, con la diferencia de que quienes han dado sus votos al PSOE y a la UCD, en la medida en que hacían suyos los programas respectivos, lo han hecho poniendo el acento en la necesidad de mantener la cohesión y la unidad de España, mientras que quienes han dado sus votos al PNV y a otras formaciones nacionalistas vascas, al Pacte Democrátic per Catalunya, etcétera, lo han hecho poniendo el acento en unas reivindicaciones de soberanía que en muchos casos -no hay que dejarse engañar por la ambigüedad de una terminología adoptada por razones tácticas- o bien tienen como meta ideal, a plazo más o menos largo, la escisión separatista, o bien aceptarían -llegado el caso semejante escisión.

Poniéndolo en otros términos: los electores españoles, considerados en conjunto, han aprobado por una mayoría abrumadora programas políticos que propugnan la autonomía de todos los países o regiones del Estado, bien mediante una fórmula federativa o bien bajo otras formas institucionales, y que no ponen lo más mínimo en tela de juicio la integridad de España, cuyo mantenimiento se da como supuesto irrenunciable, o se incluye expresamente en esos programas como punto fundamental; y, al mismo tiempo, un número importante de electores de Cataluña y de Vasconia (pero no de los demás sitios) han aprobado programas que se limitan a reivindicar la autonomía del país respectivo, desentendiéndose de las de los restantes (aunque, por supuesto, no se oponen a ellas) y despreocupándose por entero del mantenimiento de la integridad de España (aunque sin declararse expresamente contrarias a ese mantenimiento; pero hay silencios más elocuentes que las palabras, sobre todo cuando interesa mantener la ambigüedad).

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Se me dirá que hablar de aprobación de programas por los electores es un tanto exagerado si se tiene en cuenta que, en la campaña preelectoral, los programas se han concretado muy poco por parte de los candidatos. Creo, no obstante, que, en el punto fundamental relativo a la estructura del Estado, lo que se ha dicho -o lo que se ha callado- ha sido bastante para que el elector haya sabido a qué atenerse. El PSOE no se ha cansado de proclamarse federalista; los hombres de la UCD han reiterado que propugnan una descentralización muy amplia y, que yo sepa, en ningún caso se ha mostrado ninguno de ellos partidario de un federalismo formal; los nacionalistas vascos no han cesado de reivindicar la autonomía más amplia para Vasconia y ni una sola vez han hablado de los límites que esa autonomía debe tener, ni se han mostrado preocupados lo más mínimo por la cohesión y por la integridad de España; y así sucesivamente. Y los electores que no se han enterado de ello, no es que no hayan podido, sino que no han querido enterarse.

Sería, por consiguiente, un error el extraer con apresuramiento, del hecho de que los movimientos de tipo nacionalista o particularista han naufragado en todas partes, salvo en Cataluña y en Vasconia, la conclusión de que las demás regiones españolas carecen de anhelos autonómicos. Esos anhelos, además de existir -más o menos desarrollados- en todas ellas, han dado en todas una mayoría autonomista entre sus diputados y senadores. Y en algunas de ellas son muy vivos. En tales condiciones, acometer por separado el estudio e intentar por separado la satisfacción de las apetencias autonómicas de Cataluña y de Vasconia es correr el riesgo de suscitar, en el resto de España, sicosis insanas susceptibles de envenenar con recelos y envidias el problema regional. Para no correr ese riesgo, hay que plantear el problema con carácter general, no como un problema localizado en dos zonas.

Lo que debe ser tenido en cuenta es que la urgencia y la gravedad que el tal problema reviste en esas dos zonas obliga a actuar aprisa. Grave error sería el alegar el carácter general del planteamiento como pretexto -ni siquiera como razón aducida de buena fe- para demorar la búsqueda de la solución. Una vez elegidas las Cortes, tanto el Gobierno como la Corona obrarían imprudentemente tomando iniciativas que la mayoría -o, cuando menos, un sector importante- de los diputados y de los senadores podría desautorizar. Pero la búsqueda de la solución debe empezar so pena de provocar un conflicto grave, apenas se reúna el Parlamento. Lo más adecuado sería que éste designase, sin pérdida de tiempo, una comisión especial, exclusivamente encargada de estudiar la cuestión regional y de proponer una solución pertinente, o varias soluciones alternativas, sin precipitación ni improvisaciones, pero con toda la brevedad compatible con un trabajo serio. Y parece lo más lógico que los miembros de esa comisión no sean designados por los grupos ideológicos (es decir, por las tradicionales «minorías» agrupadas por partidos o por coaliciones), sino por los grupos regionales (formado cada uno de ellos por los representantes de una región, y siendo los representantes de cada provincia quienes decidan acerca de la adscripción de ésta a una región determinada). Y en el seno de esa comisión, cada región debiera tener igual número de representantes; ya que no es del hecho de que una región sea más o menos grande y tenga más o menos senadores o diputados de lo que dependen la personalidad regional y la importancia de las respectivas reivindicaciones, ni es ese hecho el que hace que tales reivindicaciones sean más o menos legítimas y respetables.

Una vez puesta a trabajar, la comisión deberá tener presente una evidencia: que la amplitud y la razonable urgencia de las aspiraciones autonómicas varían mucho de una región a otra. Las propuestas que presente el Pleno de las Cortes deberán, por ende, ser suficientemente flexibles para que su aplicación pueda adaptarse, en el espacio y en el tiempo, a las distintas circunstancias. Lo importante es dejar abierta la puerta para que cualquier región alcance, si así lo desea y con la rapidez (o la lentitud) que estime preferible, una esfera de autogobierno tan amplia como la de la región que más amplia la tenga. Y ello, sin necesidad de que, en cada ocasión, las Cortes deban ocuparse del asunto (como acontecía con los Estatutos de la Segunda República), sino que han de ser las regiones interesadas quienes voluntariamente fijen y modifiquen los límites de su propia autonomía dentro del ámbito establecido para todas ellas, y procedan en cada caso a resolver sus problemas, poniéndose dé acuerdo con el Gobierno sobre los puntos concretos en que tal acuerdo sea necesario.

Cabe suponer que las propuestas que la comisión formule no le resulten aceptables a la mayoría de los representantes en Cortes de una región determinada, o de varias. En tal caso, lo razonable sería que los representantes disconformes formulasen las contrapropuestas pertinentes y que las Cortes vieran la mejor manera de conciliar los criterios dispares, teniendo en cuenta las especiales razones que puedan existir para establecer excepciones a la regla general.

Y mientras la comisión trabaja, podrán las Cortes ir tomando las decisiones que se imponen -con una urgencia que es ocioso encarecer- para sanear la economía en la medida de lo posible (pues no ha de olvidarse que, por su propio y exclusivo esfuerzo, no podrá España salir de una crisis que rebasa con mucho sus fronteras) y podrán, igualmente, abordar otras cuestiones de primera magnitud, entre las que descuella la revisión constitucional en aquellos puntos que no sean de la competencia de la comisión encargada de tratar el problema de las autonomías.

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