Editorial:

La declaración del Gobierno / 1

AFORTUNADAMENTE HAN pasado los tiempos en que una declaración de propósitos e intenciones del Gobierno -como el célebre "espíritu del 12 de febrero"- era glosada por los órganos de opinión en busca de las expresiones o deslices que pudieran servir de argumentos de autoridad a la hora de defender la liberalización o apertura del franquismo. Si la declaración del primer Gobierno Suárez, hace un año, sirvió de guía efectiva a la actuación del Estado, no hay razón alguna para no considerar como un documento de primordial importancia el texto difundido por el Consejo de Ministros en la noche del pa...

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AFORTUNADAMENTE HAN pasado los tiempos en que una declaración de propósitos e intenciones del Gobierno -como el célebre "espíritu del 12 de febrero"- era glosada por los órganos de opinión en busca de las expresiones o deslices que pudieran servir de argumentos de autoridad a la hora de defender la liberalización o apertura del franquismo. Si la declaración del primer Gobierno Suárez, hace un año, sirvió de guía efectiva a la actuación del Estado, no hay razón alguna para no considerar como un documento de primordial importancia el texto difundido por el Consejo de Ministros en la noche del pasado lunes.El cumplimiento de la mayoría de sus anteriores compromisos por el señor Suárez hace concebir fundadas esperanzas en el programa esbozado por su segundo Gobierno.

En los temas de orden político no existen graves riesgos de que el Gobierno incumpla sus promesas. No sólo porque nada hay en el horizonte inmediato que lo impida. También por la relativa modestia de los objetivos propuestos. La aceptación de las líneas maestras de las Constituciones de las democracias pluralistas por el Gobierno estaba ya explícitamente incorporado al programa de la UCD. La urgencia de la convocatoria de las elecciones municipales es una necesidad que se desprende, no sólo de la exigencia de homologar democráticamente a la Administración Local con la Administración Central, sino de los aires de fronda que han penetrado ya en los ayuntamientos. No deja de ser un contrasentido que los grandes derrotados en las elecciones del 15 de junio, los hombres de Alianza Popular, sigan detentando puestos claves en la periferia del sistema de poder; y son los propios triunfadores en los comicios, la UCD, los primeros interesados en fortalecer sus posiciones en la Administración Local. En cuanto a los propósitos de hacer suya «otra manera de entender la política» y de asumir "usos y hábitos cívicos de clara inspiración democrática" no cabe sino levantar acta de tales intenciones.

Cabe señalar, por eso mismo, que el lenguaje y los conceptos utilizados para ocuparse de las autonomías se hallan pesadamente lastrados por los hábitos mentales del inmediato pasado. Los televidentes pudieron ya comprobar, hace pocos días, cómo el ministro adjunto para las Regiones, señor Clavero, hacía gala de la peor retórica de los viejos tiempos, al hablar, ante el Rey, de ese espinoso tema. No le va a la zaga la declaración gubernamental. Después del plebiscito autonomista en Cataluña y en Guipúzcoa y Vizcaya, es un reflejo de avestruz seguir hablando de regiones en general y de régimen de autonomía, también en general. Ciertamente, los desequilibrios económicos entre Cataluña y Euskadi, por un lado, y las zonas subdesarrolladas del resto de España, por otro, habrán de ser tenidas muy en cuenta a la hora de establecer los ámbitos de competencia autonómica, a fin de evitar que una reivindicación histórica legítima se convierta en la tapadera de un negocio, pero sería miopía, o incluso ceguera franquistas, desconocer que los Estatutos de Autonomía de catalanes y vascos pertenecen a un orden de cualidad distinto a la mera descentralización administrativa. Sin duda, puede haber "institucionalización de las regiones en régimen de autonomía" para Andalucía, Aragón o Castilla; pero ni su arraigo popular ni su alcance pueden ser similares a las instituciones de autogobierno que reclaman las «nacionalidades históricas». Hora es ya de llamar a las cosas que son diferentes con nombres diferentes. No hagamos de los términos una cuestión de principios. Pero es faltar a la precisión a la claridad seguir utilizando para Cataluña y Euskadi la misma designación que para las regiones -esas sí- del resto de la Península. En esa perspectiva, la alusión a las Mancomunidades de Diputaciones como paso transitorio hacia las autonomías es un símbolo de mal agüero.

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Pero más grave es todavía el giro mediante el que las Cortes Constituyentes quedan relegadas a la penumbra de un segundo plano en favor de un Gobierno constituyente. Por una parte, el Gobierno se declara a sí mismo, modestamente, «expresión de una de las fuerzas políticas presentes en las elecciones» y hace «patente su respeto a todos los partidos políticos y su deseo de colaborar con ellos». Por otra, asume la tarea de elaborar, por su cuenta y riesgo, un proyecto de Constitución, arrebatando a las Cortes, incluido su propio grupo parlamentario, esa tarea. Se dirá que la declaración anuncia la colaboración de «destacados especialistas en Derecho Político» para esa labor, promete «oír» a todos los partidos políticos presentes en las Cortes, y asegura su propósito de recoger las aspiraciones mayoritarias y de respetar las minoritarias. Faltaría más. Si no actuara así, el abuso de poder y la usurpación de funciones que implica su decisión de elaborar en el palacio de la Moncloa el proyecto de Constitución se transformaría en un acto de fuerza digno del antiguo procedimiento de emplear a las Cortes orgánicas como simple oficina de estampillado de leyes. En ese sentido suena casi a burla que el Gobierno, tras alzarse con la elaboración del proyecto de Constitución, considere necesario aclarar: «sin que esto prejuzgue ni limite el correspondiente debate parlamentario y votación decisiva por diputados y senadores». ¿Era preciso conjurar con esas tranquilizadoras palabras los espectros de don Esteban Bilbao o de don Alejandro Rodríguez de Valcárcel?

Mal empieza la anunciada «puntualización de la responsabilidad del Gobierno ante las Cortes». Se diría que, a la inversa, lo que hay que regular es la responsabilidad de las Cortes ante el Gobierno. Si en una tarea tan peculiar y esencialmente parlamentaria como es elaborar la Constitución, el Gobierno decide reservarse el decisivo papel de redactar el proyecto sobre el que habrán de discutir los diputados y senadores, es de temer que la usurpación de las funciones de las Cortes en otros terrenos será tan avasalladora como extensa. Ciertamente, el Estado moderno precisa de un Poder Ejecutivo fuerte; pero no tan hercúleo que reduzca a la impotencia a unas Cortes cuya misión es, precisamente, fiscalizar su actuación y hacer las leyes.

El establecimiento de unas relaciones democráticas y correctas entre el Gobierno y las Cortes debe comenzar por un debate a fondo, cuando la legislatura quede abierta, de esa misma declaración que nos presenta, injustificadamente. como un texto definitivo y cerrado. Las conversaciones de¡ señor Suárez con los dirigentes de los principales partidos de la Oposición no deben suplantar ese imprescindible debate en que los representantes del pueblo, y no sólo los jefes de las organizaciones en que se hallan agrupados, intervengan con luz y taquígrafos. No es aventurado suponer que una buena parte de los españoles están hartos de los conciliábulos en la sombra y de la política de pasillos, y que acudieron masivamente a las urnas el pasado 15 de junio, precisamente para que las Cortes se constituyan en el ágora abierta de la política nacional.

Por último, en la declaración se echan en falta algunos temas mal planteados o mal resueltos en los pasados meses, tales como el régimen jurídico de los partidos políticos y la ley Electoral. Y, sobre todo, la cuestión que más sangre ha hecho verter en el largo tránsito desde el franquismo a la democracia.: una amnistía que haga posible la excarcelación de los presos políticos todavía privados de libertad y la definitiva liquidación del recuerdo de cuarenta años de dictadura.

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