Tribuna:CANNES 77

Un aburrido compromiso

La recta final del Festival de Cannes tiene siempre un sabor profético, proporcionado por los pronósticos en torno a los premios finales.Todos los años se repiten las mismas afirmaciones en torno al absurdo de una competición planteada en estos términos y siempre se acaba en idénticas especulaciones, de las que muy pocos se salvan, ni siquiera los autores aparentemente más puros y desligados del aspecto comercial del cine. Los premios no significan nada, en un sentido profundo, incluso los otorgados en un clima de angélica pureza, sin la menor presión de ningún tipo, pero Cannes los mantiene a...

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La recta final del Festival de Cannes tiene siempre un sabor profético, proporcionado por los pronósticos en torno a los premios finales.Todos los años se repiten las mismas afirmaciones en torno al absurdo de una competición planteada en estos términos y siempre se acaba en idénticas especulaciones, de las que muy pocos se salvan, ni siquiera los autores aparentemente más puros y desligados del aspecto comercial del cine. Los premios no significan nada, en un sentido profundo, incluso los otorgados en un clima de angélica pureza, sin la menor presión de ningún tipo, pero Cannes los mantiene a ultranza y es preciso decir que ya no se alza ninguna voz para plantear nuevamente el problema: el certamen se está desarrollando en un clima de perfecto acuerdo sin una sola disidencia. El clima de discusión de mayo del 1968 ha desaparecido por completo, sustituido por el más plano y aburrido de los conformismos. Sólo los profesionales franceses del espectáculo cinematográfico -y no todos ellos- mantienen sus reparos sindicales frente a las medidas estatales, especialmente en relación a los nuevos sistemas de protección anunciados por D'Ordano al comienzo del festival, pero se trata de una protesta localizada y restringida, mientras la inmensa mayoría de los asistentes acepta sin discusión todos los presupuestos.

El cine actual tiene muchos problemas, quizá demasiados. Se habla constantemente de crisis, a todos los niveles, desde las nuevas ideas -no demasiado abundantes- hasta la reforma de la distribución, pasando por el cambio de estructuras profesionales, expresivas, económicas y éticas, pero no se pasa a un examen detenido y profundo de las transformaciones necesarias. Cannes ofrece un ejemplo perfecto -quizá el más completo imaginable- de una cierta imagen del cine en trance de evolución. Sólo aquí podemos encontrar la coexistencia simultánea de intentos tercermundistas -que quieren ahondar en una problemática social y culturak propia- y de productos altamente sofisticados, que recogen la tradición técnica y artística de los países más evolucionados de la industria del cine. Sería necesario, sin embargo, atravesar la barrera de la simple descripción para entrar en un análisis más completo.

El clima de hoy lo da, desde luego, la exhibición de la última obra de Theo Angelopoulos, Los cazadores. Este director griego -del que los aficionados españoles han podido ver en la filmoteca su espléndido Viaje de los comediantes- prosigue su indagación personal sobre la historia de su país después de la segunda guerra mundial. Su estilo, hecho de larguísimos planos secuencia con la cámara en perpetuo movimiento, corre el grave riesgo de convertirse en una fórmula invariable. Los cazadores es una de las pocas películas que justifica la programación oficial del Festival de Cannes.

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